miércoles, 25 de enero de 2012

Reportaje

El jarocho que estuvo perdido
15 días en el desierto de Arizona



Por: Luis Velázquez/ Primera Parte



San Andrés Tuxtla, Veracruz. — En el viaje “se pierde la pena y uno se toma los propios orines”
”En las noches hacíamos un hoyo en las dunas y nos escondíamos de la tira”
”Yo llegué a Estados Unidos descalzo y sin ropa interior”
“Yo llegué a la frontera norte, a Tijuana, trepado en un autobús de pasajeros. Con una mochila cargando del pecho y una muda de ropa. Durante días busqué un pollero para entrar a Estados Unidos. Me ofrecieron llevarme en la caja de un tráiler donde estaba seguro moriría de asfixia. Pero di las gracias. Luego, contraté un pollero. Le pagué $30 mil pesos para llevarme al otro lado.
Con catorce compañeros venidos de otras partes del país, unos paisanos de Veracruz, el pollero nos trepó en una camioneta y nos metimos en el desierto de Arizona.
Una, dos horas después, “el coyote” se detuvo. Y ahí nos tiró. En medio del desierto, que dos semanas después supe le llamaban el desierto de la muerte, el cementerio de migrantes, donde los compas mueren de insolación, deshidratados, asesinados, en un accidente.
Al principio del desierto, cuando íbamos en la “carcacha” mirábamos asombrados la arena, los cactus, los arbustos, las montañas erosionadas por el viento. Luego, las decenas, cientos, miles me parecieron, de cruces a lo largo del camino y veredas. A veces, las cruces tenían una cruz con el nombre de un ilegal muerto en el camino. La arena y el viento del día y de la noche como tumba de un indocumentado.
Más adelantito, a orilla del camino cientos de botellas de plástico, sin agua, bolsas de plástico con restos de alimentos, latas vacías de comida, mochilas descoloridas, llenas, incluso, de ropa, abandonadas en la huída cuando los migrantes son perseguidos hasta por perros entrenados hambrientos de carne humana.
Entonces, el pollero nos dijo que hasta ahí llegaba y que a unos cuantos pasos, del otro lado donde la mirada se perdía, nos toparíamos con Estados Unidos.
Y luego enseguida pisó el acelerador, pues tenía encendido el motor de la camioneta.
A los 16 años que acababa de cumplir en mi pueblo, los compañeros del viaje me metieron más miedo. Miedo a quedar indefenso ante la alta temperatura. Miedo a morir deshidratado, gordito como era. La mordedura de una serpiente venenosa. Un animal ponzoñoso. Una banda de asaltantes de las que había visto en películas. Miedo a que los demás me dejaran ahí, abandonado.
Todos nos encomendamos a Dios y empezamos a caminar. Sin rumbo fijo. Sin saber hacia dónde. Sin una brújula. El desierto, la arena, el sol, el silencio, y el miedo a “la tira”.
Pero, además, sin alimentos. Y apenas con una, dos botellas con agua para compartir.

EL VIAJE DE LA MUERTE

15 días después yo llegaba solito al otro lado. A la altura de Kentucky, uno de los 50 estados de Estados Unidos, en el sudeste del país. Y llegué a Estados Unidos descalzo, sin zapatos, con el pantalón roto desde la rodilla a los tobillos. Puras hilachas. Y también llegué sin la mochila donde llevaba la muda de ropa, y sin dinero. Sin un centavo.
Y sin saber ni una sola palabra en inglés. Ni siquiera, vaya, el yes, el good morning.
Aterricé solo a la orilla de la carretera. En el desierto, caminando cada quien por donde le daba el olfato, mejor dicho, el sentido de sobrevivencia, las ganas de vivir aferrado cada minuto, día y noche, a la vida, cada uno jaló por vereda diferente.
Nunca en ocho años que estuve trabajando de mesero en el restaurante de un japonés en Nueva Orléans, me topé con alguno de aquellos compañeros del viaje de la muerte.

“ANDALE, JAROCHO, YA PRONTO LLEGAREMOS”

En el desierto se pierde la pena. Durante quince días jamás probamos un alimento. Pura agua. Unos, tomando un traguito de agua anegada en los charcos, con riesgo de una infección mortal. Otros, de plano, cada vez que orinaba juntaba las manos todas sucias y cochinas y las ponían para recibir los orines y tomárselos y lamerse la lengua.
Apenas amanecía en el desierto caminábamos, sin un destino. A la buena de Dios. A veces, dábamos vuelta y caíamos en el mismo lugar que habíamos dejado horas antes. Y de nuevo, a empezar, por otro lado.
Poco a poco la suela de los zapatos fue cediendo al calor de la arena. Y el miedo a la patrulla fronteriza, la vigilancia en la frontera norte y en el mismo desierto, la tecnología para rastrear pistas, los perros entrenados para cazar ilegales, nos hacía seguir trotando. Unos a otros nos dábamos fuerza. ‘’Ándale, jarocho’’, me decían. ‘’Ya pronto llegaremos’’.
Pero yo miraba el desierto para la izquierda, para la derecha, para el norte, para el sur, y nada. Ninguna señal de vida. Mejor dicho, señales de la muerte. Zapatos viejos dejados por ahí. Pedazos de camisa. Tumbas sin nombre. Y sin flores. Sin hojas.
En las noches con las manos hacíamos un hoyo en el desierto del tamaño de nuestro cuerpo. Y ahí nos metíamos a pasar la noche. Sólo con la cabeza de fuera. Y si de pronto oíamos a lo lejos, cerca, el ruido de un helicóptero alumbrando el desierto, tomábamos aire y nos hundíamos en la arena lo más que se pudiera. Como un buzo en la profundidad del mar. Como topos.
Tempranito, apenas pardeaba el sol, forcejeábamos para salir del fondo, no de la tierra, sino de la arena. Y como las mulas nos sacudíamos y a seguir caminando. Sin probar alimento. Deseosos de encontrar otro charco con agüita.

LA CAMISETA Y EL CALZÓN COMO PAPEL DE BAÑO

Y aun cuando dejan de probarse los alimentos, el cuerpo sigue funcionando. Y había necesidad de cagar. Y de limpiarse. No había hojas como en el rancho, para limpiarse. Puros palos. Y los palos dejan adolorido el trasero. Lastiman.
Así, me quité la camiseta. Y con las manos y con los dientes fui haciendo pedacitos como si fueran papel de baño. Y con ellos me limpiaba. Y los doblaba para volverlos a utilizar. Luego, se acabó la camiseta y sigue con el calzón. También lo hice pedacitos. Y ahí me la llevé.
En cuatro ocasiones escapé de la policía migratoria. Por mera chiripa nos localizaron. Todos salimos corriendo. Cada quien por su lado. Agarraron a unos. Otros nos pelamos. Yo, entre ellos. Y me sentí contento. Había burlado a la policía norteamericana. Pero en la huida perdí mi petaca con la muda de ropa.
Al noveno, décimo día, también perdí mis zapatos. El desierto se los había tragado. La suela desprendida, se me dificultaba caminar. Y llevar el paso de los demás. Y más, porque ya tenía los pies inflamados. Hinchados. Parecían patas de elefante, llenos de ampollas. Pronto se me hicieron callos.
Fue cuando de plano la angustia y la desesperación y el miedo se atravesaron en mi corazón. Ya éramos menos. Cuatro. Cinco. No recuerdo el número. Recuerdo, en cambio, que unos se habían quedado. Otros, agarraron otro camino.
Entonces, yo dije: ‘’Diosito, ya no puedo. Llévame contigo. Que mi madre, que en mi pueblo lavaba ropa y trabajaba de chacha de casa en casa, y que mi padre, campesino, jornalero de sol a sol, me perdonaran’’.
Dos, tres veces, me derrumbé en la arena. Sin ánimo y lo que es peor, sin esperanza. Tirado en el silencio del desierto de Arizona me acordé de mi madre.
‘’No te vayas, Manuel, no te vayas. Es muy peligroso. Muchos mueren por allá. Otros han regresado al pueblo, pero muertos en una caja de madera. Y si te vas, hijo, a lo mejor ya no volveremos a vernos’’.
Yo, entonces, dije a mi madre:
‘’Mamá, mire usted, usted lava ropa para darnos de comer. Usted trabaja de casa en casa, pasando jerga, haciendo la comida, lavando ropa, planchando. Y mi padre, ya ve usted, en el campo ganando poco. No, madre, me tengo que ir al otro lado. Ya verá, me irá bien y le haré su casita’’.
Y todavía de ñapa, a los 16 años de edad yo ya tenía mujer. Me había juntado con una chamaca de mi edad. Y ya esperaba un bebé. Y vivíamos arrejuntados con mi padre. Y mi mujer y yo también soñábamos con vivir aparte, en una casita propia.

DIEZ MIL MIGRANTES MUERTOS EN UNA DÉCADA

Pidiendo dinerito prestado a la familia junté lo suficiente y un día, a escondidas preparé mi maletita con una muda de ropa, y le dije a mi madre que iría a un mandado. Y me trepé al ADO con unos primos y unos amigos de San Andrés. Y salimos para Tijuana. Eso fue hace como nueve años. Allá por el mes de mayo, cuando apenas había pasado el día de la madre.
Yo entonces ignoraba que los inmigrantes muertos en el desierto de Arizona sumaban miles. Ignoraba que en el año 2007 en un semestre 275 mexicanos habían perdido la vida. Que en el 2008 queriendo cruzar la frontera fallecieron 183 paisanos Y, bueno, que en diez años se calculaba que unos diez mil migrantes de México y Centroamérica habían perdido la vida.
También ignoraba que los cuerpos de miles de migrantes han sido encontrados en estado de putrefacción, irreconocibles, enterrados, unos, en una fosa común, y otros, a la orilla del camino.
Me acordé de mi madre, de mi padre, de mi esposa, del bebé.
Caminando en el desierto como un loquito, me vino a la memoria el sol de Los Tuxtlas, las tardes lluviosas en el zócalo dando vueltas en el parque, mi madre lavando ropa ajena y mi padre abriendo brecha en el sur aunque lloviera, la pinta con los amigos en la laguna de Catemaco, los poemas de Turrent, el poeta que se fuera del pueblo, la primera novia, la primera vez.
Y el recuerdo de la tierra y de los míos me hizo seguir buscando una salida en el desierto para llegar a una ciudad y a una vida que nada tenía que ver con la que había llevado.
Quince días después de que el coyote nos tirara en el desierto de Arizona, divisé a lo lejos el movimiento de carros.
Estaba en una carretera de Kentucky, según leí en el primer letrero.
Y con los pies descalzos, ya en Estados Unidos, me pregunté y ahora qué hago.
Apenas acababa de cumplir los 16 años. Con mis padres pobres. Con abuelos pobres. Con tatarabuelos pobres.
Me hinqué a la orilla de la carretera.
Oí pasar uno, dos, tres, cuatro carros.
En medio de aquella soledad que me carcomía los intestinos y el corazón y las neuronas, recé un padrenuestro y una avemaría que mi madre me había enseñado en la infancia.
Y me encomendé a Dios. Que se haga tu voluntad, me dije”. (Tomado de El Piñero de la Cuenca/ 24 de enero del 2012).

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