Déjame
que te cuente…
Por
Sergio M. Trejo González
Este
30 de octubre, cumpliría 60 años de vida mi querido hermano Alfonso, quien
partiera de este mundo un 13 de enero del año 2007… desde aquella madrugada
fría de un sábado terrible… El tiempo es así, transcurre despacito para los que
esperan, resulta demasiado rápido para aquellos que temen; es demasiado corto
para aquellos que celebran, pero demasiado luengo para aquellos que no sabemos
olvidar.
Recordamos
todos aquellos días como hoy, 30 de octubre, cuando celebrábamos su aniversario
entre risas, canciones, poemas, anécdotas y desmadre. Charlas cargadas de
entusiasmo y reiterados brindis por el placer de reunirnos. Eso era suficiente
para significar que estábamos complacidos con esta vida, hasta que Alfonso dejó
de sernos tangible. Se fue a la dimensión desconocida, al espacio, al punto
neutro, al vuelo cósmico, al sueño, al regazo donde descansa la utopía. A ese
cielo a donde van las almas.
Celebramos
ahora el cumpleaños de Alfonso de manera diferente, en ocasiones acompañados
por amigos que comprenden esta circunstancia o en el silencio de un brindis
reservado y taciturno que a manera de homenaje sirva para consuelo del espíritu
que se rebela a esta realidad; porque quienes creemos en cosas abstractas,
oníricas y cuánticas, mi hermano continúa vivo. Lo presentimos en el aire, lo
escuchamos en el retiro, lo percibimos en nuestra entelequia. Aquí continúa con
imágenes de la simbiosis fraternal en esos lugares que recorrimos, cuando rodábamos
alquilando vivienda, por la calle Allende, luego por La Peña, hasta llegar a la
Guillermo Prieto, en el barrio de Cruz Verde, donde tuvimos un hogar en todos
los sentidos.
Alfonso
era chingón para todo. Un artesano para la elaboración de artefactos. Un
maestro en la competencia. Así creció y así vivió, diestro y práctico. De niño
fabricaba pandorgas y manejaba con maestría el trompo, los baleros, y las
canicas; de adolescente maniobraba con habilidad la baraja, el dominó y el
cubilete, lo mismo que el taco de billar; de adulto conducía camiones de pasaje
y administraba sus ganancias de manera asombrosa. Tanto en los juegos como en
los negocios sabía llevar bien sus cuentas. Su vida fue de ministerios limpios
y lícitos que despertaban admiración y respeto, envidias y rivalidades. Muchos
de nuestros conocidos abusaron de su confianza, todavía me acuerdo del nombre
de aquellos que nunca cumplieron su parte del alquiler de vehículos, de venta
de terrenos y de préstamos. Ahí andan, arrastrando su vida. “Para eso sirven”,
diría mi hermano. Recuerdo las cantidades y las condiciones con las que huyeron
prácticamente todos esos sinvergüenzas. Los he mirado regresar ahora, peor de
cómo salieron. Saludo, también, por ahí a sus verdaderos amigos, algunos lo
recuerdan de cuando se les desbielaba un motor, cuando necesitaban un
diferencial o no encontraban un engrane, un cigüeñal o una llanta. Era,
Alfonso, una especie de proveedor de refacciones y piezas para damnificados del
negocio de transporte.
Tantos
detalles que van aconteciendo en esta temporada de ausencia de mi hermano.
Tantas pinceladas de la naturaleza humana, lo increíble se hace realidad y la
realidad resulta increíble, tanto que a veces la percepción del mundo satura
nuestro estoicismo. La memoria no alcanza, se rebasa con el pensamiento
cualquier distancia y se carece del tiempo; porque la nostalgia nos lleva a
vivir en el pasado, en esa especie de múltiples presentes eternos que a manera
de espejos confunden el hoy con los ayeres. Quiera uno que los sueños, donde
aparecen quienes ya no están, fueran la realidad o que todo el escenario
existente se conservara inalterable, pero la estática no funciona en todas las
cosas y menos en las personas. Aquí todo pasa, todo se transforma; sin embargo
algo que guardo de mi hermano, es una cifra. Conservo todavía ese 9242461179,
el número de su celular permanece en mi aparato citológico: He cambiado el
modelo pero continúo conservando el chip donde permanecen esos dígitos, no
quiero eliminarlos. Quizá cuando Dios se acuerde, si es su voluntad, permita a
mi querido hermano, por esa misma línea, comunicarme que ya… Que deje a un lado
mis endechas tristes para que le vaya a recitar otra vez algún verso de
aquellos. Como ese que nos dejara don
Rodrigo Gutiérrez Castellanos. Me encontré por ahí ciertas décimas que me
atrevo a modificar. Tú sabes hermano, me gusta hacer lo que me gusta de manera
propia, íntima. Lo aprendí y quiero parafrasear algunas en tu cumpleaños, este
30 de octubre, a tu memoria: … Señor, hoy por la mañana, el celular levanté,
una llamada intenté, con pretensiones muy sanas. De escuchar tenía yo ganas, a
mi hermano con anhelo. Más, para mi desconsuelo, como si fuera monserga una voz
me dijo: “Cuelga, no hay teléfono en el cielo”. Aun así seguí insistiendo, no
me quería yo rendir, deseaba a mi hermano oír, quería escucharlo sonriendo.
Pensar que estaría sufriendo, me llenaba de recelo, quería tener el consuelo de
oír de nuevo voz, pero solo se escuchó: “No hay teléfono en el cielo”. Nunca
logré mi llamado, me pase todito el día pensando que escucharía, la voz de mi
hermano amado. Bastante desconsolado, del mismo Dios sentí celo, se lo llevó de
este suelo para tenerlo en su vera, y aunque llamarlo quisiera, no hay teléfono
en el cielo. Vivir en esa ilusión o insistir en esa vía, todo es pura fantasía
si no hay comunicación, por llevarle una oración, quisiera elevar mi vuelo, y a
quien lo llevó le ruego que lo tome de su mano, ya que llamarlo es en vano… No
hay teléfono en el cielo.
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