viernes, 26 de diciembre de 2014

ACUARELA NAVIDEÑA



Déjame que te cuente…


Por Sergio M. Trejo González

El parque, nuevamente, se atavía con un pesebre en el interior del kiosco. Un formidable árbol complementa la ornamentación para el gran escenario donde los transeúntes se nutren en la contemplación de tal retablo, hasta despabilar aquel espíritu navideño, modorro y friolento, que debe ya permear sobre los hogares al ritmo de los villancicos.
Con la navidad se vuelve niño el corazón, se zarandean los recuerdos amontonados para brotar en reflejos, pasajes y realidades. Así es mi navidad, compuesta de retazos existenciales, de frágiles efemérides coleccionadas, como preciada reliquia, en alguna parte del alma.
Reminiscencias que como esos viejos cachivaches se conservan con su significado profundo; imágenes delicadas, en peligro de extinción, que se guardan escrupulosamente con ternura, débiles, sugestivas, fracturadas, que se irán conmigo porque no hay manera de separar; navidades antiguas, austeras, entrañablemente familiares, con un especial calor humano, envueltas en la cercanía y la sencillez: En la sala ese arbolito tomado en la huerta cercana, de cafeto, cornezuelo o naranjo, forrado con algodones simulando nieve, con la serie de luces de monótono palpitar.
Algunos foquitos fundidos, otros opacos, sin  tiritar, pero cumpliendo la faena de propiciar matices entre las esferas y guirnaldas. Un comedor sin mayor suntuosidad que su mantel, de confección artesanal, bordado en “punto de cruz” por mi madre y por mi abuela, sobre tela de cuadrillé, con motivos navideños, sin el lujo de las importaciones modernas.
Los artículos de fayuca resultaban muy caros y no había recursos para la rimbombancia de una consola (los equipos modulares todavía no aparecían); la mercadotecnia nos invadía por esos radios de bulbos, donde escuchábamos aquella ancestral promoción de la Relojería Cantú: “Un pavo, una piñata y un cartón de cerveza Noche Buena…Un minuto para comprar y un laaaaargo año para pagar”.
Era nuestro  Acayucan de unas cuantas calles pavimentadas, con poca circulación vehicular, cosa que nos permitía caminar  sin peligro atravesando de lado a lado para pedir aguinaldo en las casas de los vecinos del barrio; para esto nos organizamos en bloque de unos diez chamacos previa confección de la rama con algunos farolitos, serpentinas o globos, o bien con una casita elaborada con alguna caja de cartón, que servía de portalito, una velita sobre paixtle, un par de borreguitos; el “pandero” era una especie de diadema confeccionada con algunas corcholatas aplastadas y las sonajas eran latas con piedritas dentro.
Lo más sofisticado podía ser alguna botella con hendiduras o sobre relieve que  sirviera de güiro, sin pensar siquiera en cualquier jarana, pues  hubiera resultado concierto profesional. Con tal equipo éramos suficientes para los recorridos improvisando los versos del clásico “naranjas y limas”, en un sonsonete planeado para requerir los aguinaldos. No cantábamos muy bien, pero cantábamos, que al fin y al cabo era lo importante. Sin perjuicio de lo anterior también se daba la celebración de las 9 posadas, donde los protagonistas eran ya personas adultas que se aplicaban en ese sincretismo de procesión de la Virgen María, montada sobre un burrito, y el señor San José, cuidándola, mientras un coro solicitaba el consabido hospedaje, en nombre del cielo…
Una bengala encendida era suficiente para que nuestros ojos brillaran de alegría disfrutando de la navidad. Recuerdos felices, familiares y sencillos, carentes de opulencia o extravagancia. No puedo pensar en las navidades sin acordarme de mis tías, María y Josefina, y los tíos, Jesús, Enrique, Armando y Lupe, quienes nos brindaban asilo en los 2 últimos meses del año, cuando las vacaciones, conforme al calendario escolar de los años 60s, era en los meses de noviembre y diciembre; cuando el periodo de clases comenzaba en el mes de enero para terminar hasta mediados de noviembre; razón por la que pasábamos con la familia del estado de Michoacán, con todos los primos reunidos bajo el ala de la gran matriarca que fue mi abuelita Carmen.
Con dificultad pero todavía recuerdo toda la escenografía de aquellos tiempos en blanco y negro; en aquellos parajes me veo por la calles de Uruapan, buscando por ahí, sobre el puente donde atraviesa el Cupatitzio, caudaloso y resonante, buscando los puestos de gelatina con rompope, buñuelos, dulce de chilacayote, atolito y pan: Ahuacatas, picones, chorredas, cotones, conchas y de nata. Con el tiempo se fueron aquellas navidades, de pozole, corundas, churipo, morisqueta, nopales o romeritos, para dar cabida plena a las navidades de esta tierra, con algún guajolote que se atravesaba, el ponchecito y la sidra; siempre con el principio de que tal celebración debe ser profusa y fecunda, dada la categoría de tal acontecimiento: Extraordinario, eterno y enriquecedor.
 Mi padre señalaba en la ocasión que tales cenas de navidad resultaban oportunidad perfecta para estar con nuestros seres queridos, en la comprensión de que la vida es breve y efímera, que debemos aprovechar esta circunstancia porque pudiera significar la última ocasión que nos veamos en familia completa. Seguramente don Guadalupe Trejo, sentía que su tiempo con nosotros estaba limitado y deseaba regalarnos sus reflexiones, para que no tuviéramos este vacío que inevitablemente nos quedó desde que se adelantó en ese camino.
No era un hombre de discursos, dada su carente formación académica, pero expresaba con elocuencia su considerable experiencia: Episodios complicados y vicisitudes inusitadas, que había logrado superar gracias a su admirable confianza en Dios. Ignoro de donde le resultó esa iluminación para ser un maravilloso jefe de familia, el héroe que todos los niños deberíamos tener en el hogar para tener un ejemplo de vida valiosa. Me queda muy claro que fue un hombre muy trabajador y un hijo bueno, pendiente de su madre y de su suegra, quienes en la distancia le colmaron de bendición hasta sus últimos días; con tal acervo, cada vez que platicaba, establecía con claridad y categoría su filosofía y su religiosidad, con sentencias y parábolas lapidarias, para nunca tener que titubear ante nuestros compromisos y deberes.
Un 24 de diciembre de hace 39 años celebramos la navidad contemplando su lugar vacío en nuestra mesa, eran sus 40 días de muerto; después vendría otra navidad, en familia, rodeando la cama de un hospital donde mi hermano, Alfonso, cruzaba su fase terminal, aquel invierno del 2006.
Trato de relegar algunas navidades funerarias, bañadas de lágrimas. Accidentes, tragedias, desesperación. Sin esperanza. ¿Te acuerdas? Aquí están en mi pensamiento, en mi pecho, en el contexto, con su luto y cicatrices. Navidades sin whiskies ni placeres, con sus cuitas en los velorios, permutando el café por el ponchecito y el rosario por los brindis.
Por eso dejé de pasar mis navidades en Acayucan, sin saber nunca donde voy a estar porque ¡no me hallo! Tras algunos años sé que parte de la persona que soy y parte de la felicidad que siento proviene del recuerdo estacionado, con aquellas hermosas impresiones y vivencias infantiles de contrastes. Con tal entelequia, sin perder el sentido de la realidad, conservo en la medida de mis posibilidades algo de aquella lección de humildad, aquella bendita precariedad que nos proporcionaba suficiente de todo y mucho de nada; es lo que siento me procura un sentimiento de gratitud a la vida, para vestir en la temporada con las mejores galas que no son para nada ostentosas, ni son muchas, pero sirven para celebrar por todo lo alto estas fechas tan especiales en las que la ilusión y la felicidad deben prevalecer.
Porque a pesar de que transcurre el tiempo y nos vamos haciendo más mayores, nunca perdemos ese sentimiento, sublime y excelso, que nos rodea de magia, con un extraño sortilegio que debemos aprovechar para salir a la calle y disfrutar de las espectacular iluminación multicolor entre los cohetes y la histeria que produce la algarabía de tanta gente que se desborda en las calles buscando toda esa parafernalia de alimentos, adornos y regalos, para compartir con los que menos tienen, sin dejar pasar la irrepetible coyuntura de reunirnos con los seres que amamos, extrañando a los que se encuentran lejos y recordando a los que ya no están.
Navidades de quimera, como mis garabatos inevitables, cuando tenemos encima tal advenimiento y resulta menester intentar alguna forma de expiación melancólica como acto hiperbárico de abrir nuestro corazón a Dios, como un amigo, convencidos de que la sinceridad de nuestras palabras y de nuestras actitudes son la llave para acceder al almacén del cielo, donde están atesorados los recursos infinitos de la omnipotencia.
Porqué nuestras plegarias resultan sereno esfuerzo para vencer la soledad, enfermedades y tristezas. Presentemos a ese Niño nuestras necesidades, gozos, cuidados y temores. Dejemos en sus manos nuestras tribulaciones: “Gloria  a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.

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