Déjame que te cuente…
Por Sergio M. Trejo González
El
parque, nuevamente, se atavía con un pesebre en el interior del kiosco. Un formidable
árbol complementa la ornamentación para el gran escenario donde los transeúntes
se nutren en la contemplación de tal retablo, hasta despabilar aquel espíritu
navideño, modorro y friolento, que debe ya permear sobre los hogares al ritmo
de los villancicos.
Con la
navidad se vuelve niño el corazón, se zarandean los recuerdos amontonados para brotar
en reflejos, pasajes y realidades. Así es mi navidad, compuesta de retazos
existenciales, de frágiles efemérides coleccionadas, como preciada reliquia, en
alguna parte del alma.
Reminiscencias
que como esos viejos cachivaches se conservan con su significado profundo;
imágenes delicadas, en peligro de extinción, que se guardan escrupulosamente
con ternura, débiles, sugestivas, fracturadas, que se irán conmigo porque no
hay manera de separar; navidades antiguas, austeras, entrañablemente
familiares, con un especial calor humano, envueltas en la cercanía y la sencillez:
En la sala ese arbolito tomado en la huerta cercana, de cafeto, cornezuelo o
naranjo, forrado con algodones simulando nieve, con la serie de luces de
monótono palpitar.
Algunos foquitos
fundidos, otros opacos, sin tiritar,
pero cumpliendo la faena de propiciar matices entre las esferas y guirnaldas. Un
comedor sin mayor suntuosidad que su mantel, de confección artesanal, bordado
en “punto de cruz” por mi madre y por mi abuela, sobre tela de cuadrillé, con
motivos navideños, sin el lujo de las importaciones modernas.
Los
artículos de fayuca resultaban muy caros y no había recursos para la rimbombancia
de una consola (los equipos modulares todavía no aparecían); la mercadotecnia
nos invadía por esos radios de bulbos, donde escuchábamos aquella ancestral
promoción de la Relojería Cantú: “Un
pavo, una piñata y un cartón de cerveza Noche Buena…Un minuto para comprar y un
laaaaargo año para pagar”.
Era nuestro
Acayucan de unas cuantas calles
pavimentadas, con poca circulación vehicular, cosa que nos permitía caminar sin peligro atravesando de lado a lado para
pedir aguinaldo en las casas de los vecinos del barrio; para esto nos organizamos
en bloque de unos diez chamacos previa confección de la rama con algunos
farolitos, serpentinas o globos, o bien con una casita elaborada con alguna
caja de cartón, que servía de portalito, una velita sobre paixtle, un par de borreguitos;
el “pandero” era una especie de diadema confeccionada con algunas corcholatas
aplastadas y las sonajas eran latas con piedritas dentro.
Lo más
sofisticado podía ser alguna botella con hendiduras o sobre relieve que sirviera de güiro, sin pensar siquiera en cualquier
jarana, pues hubiera resultado concierto
profesional. Con tal equipo éramos suficientes para los recorridos improvisando
los versos del clásico “naranjas y limas”, en un sonsonete planeado para
requerir los aguinaldos. No cantábamos muy bien, pero cantábamos, que al fin y
al cabo era lo importante. Sin perjuicio de lo anterior también se daba la
celebración de las 9 posadas, donde los protagonistas eran ya personas adultas
que se aplicaban en ese sincretismo de procesión de la Virgen María, montada
sobre un burrito, y el señor San José, cuidándola, mientras un coro solicitaba
el consabido hospedaje, en nombre del cielo…
Una
bengala encendida era suficiente para que nuestros ojos brillaran de alegría
disfrutando de la navidad. Recuerdos felices, familiares y sencillos, carentes
de opulencia o extravagancia. No puedo pensar en las navidades sin acordarme de
mis tías, María y Josefina, y los tíos, Jesús, Enrique, Armando y Lupe, quienes
nos brindaban asilo en los 2 últimos meses del año, cuando las vacaciones, conforme
al calendario escolar de los años 60s, era en los meses de noviembre y
diciembre; cuando el periodo de clases comenzaba en el mes de enero para
terminar hasta mediados de noviembre; razón por la que pasábamos con la familia
del estado de Michoacán, con todos los primos reunidos bajo el ala de la gran
matriarca que fue mi abuelita Carmen.
Con
dificultad pero todavía recuerdo toda la escenografía de aquellos tiempos en blanco
y negro; en aquellos parajes me veo por la calles de Uruapan, buscando por ahí,
sobre el puente donde atraviesa el Cupatitzio, caudaloso y resonante, buscando
los puestos de gelatina con rompope, buñuelos, dulce de chilacayote, atolito y
pan: Ahuacatas, picones, chorredas, cotones, conchas y de nata. Con el tiempo
se fueron aquellas navidades, de pozole, corundas, churipo, morisqueta, nopales
o romeritos, para dar cabida plena a las navidades de esta tierra, con algún guajolote
que se atravesaba, el ponchecito y la sidra; siempre con el principio de que
tal celebración debe ser profusa y fecunda, dada la categoría de tal
acontecimiento: Extraordinario, eterno y enriquecedor.
Mi padre señalaba en la ocasión que tales
cenas de navidad resultaban oportunidad perfecta para estar con nuestros seres
queridos, en la comprensión de que la vida es breve y efímera, que debemos
aprovechar esta circunstancia porque pudiera significar la última ocasión que
nos veamos en familia completa. Seguramente don Guadalupe Trejo, sentía que su
tiempo con nosotros estaba limitado y deseaba regalarnos sus reflexiones, para
que no tuviéramos este vacío que inevitablemente nos quedó desde que se
adelantó en ese camino.
No era
un hombre de discursos, dada su carente formación académica, pero expresaba con
elocuencia su considerable experiencia: Episodios complicados y vicisitudes
inusitadas, que había logrado superar gracias a su admirable confianza en Dios.
Ignoro de donde le resultó esa iluminación para ser un maravilloso jefe de
familia, el héroe que todos los niños deberíamos tener en el hogar para tener
un ejemplo de vida valiosa. Me queda muy claro que fue un hombre muy trabajador
y un hijo bueno, pendiente de su madre y de su suegra, quienes en la distancia le
colmaron de bendición hasta sus últimos días; con tal acervo, cada vez que
platicaba, establecía con claridad y categoría su filosofía y su religiosidad, con
sentencias y parábolas lapidarias, para nunca tener que titubear ante nuestros compromisos
y deberes.
Un 24 de
diciembre de hace 39 años celebramos la navidad contemplando su lugar vacío en
nuestra mesa, eran sus 40 días de muerto; después vendría otra navidad, en
familia, rodeando la cama de un hospital donde mi hermano, Alfonso, cruzaba su fase
terminal, aquel invierno del 2006.
Trato de
relegar algunas navidades funerarias, bañadas de
lágrimas. Accidentes, tragedias, desesperación. Sin esperanza. ¿Te acuerdas? Aquí
están en mi pensamiento, en mi pecho, en el contexto, con su luto y cicatrices.
Navidades sin whiskies ni placeres, con sus cuitas en los velorios, permutando
el café por el ponchecito y el rosario por los brindis.
Por eso dejé
de pasar mis navidades en Acayucan, sin saber nunca donde voy a estar porque ¡no
me hallo! Tras algunos años sé que parte de la persona que soy y parte de la
felicidad que siento proviene del recuerdo estacionado, con aquellas hermosas
impresiones y vivencias infantiles de contrastes. Con tal entelequia, sin
perder el sentido de la realidad, conservo en la medida de mis posibilidades algo
de aquella lección de humildad, aquella bendita precariedad que nos
proporcionaba suficiente de todo y mucho de nada; es lo que siento me procura
un sentimiento de gratitud a la vida, para vestir en la temporada con las
mejores galas que no son para nada ostentosas, ni son muchas, pero sirven para
celebrar por todo lo alto estas fechas tan especiales en las que la ilusión y
la felicidad deben prevalecer.
Porque a
pesar de que transcurre el tiempo y nos vamos haciendo más mayores, nunca
perdemos ese sentimiento, sublime y excelso, que nos rodea de magia, con un extraño
sortilegio que debemos aprovechar para salir a la calle y disfrutar de las
espectacular iluminación multicolor entre los cohetes y la histeria que produce
la algarabía de tanta gente que se desborda en las calles buscando toda esa
parafernalia de alimentos, adornos y regalos, para compartir con los que menos
tienen, sin dejar pasar la irrepetible coyuntura de reunirnos con los seres que
amamos, extrañando a los que se encuentran lejos y recordando a los que ya no
están.
Navidades
de quimera, como mis garabatos inevitables, cuando tenemos encima tal advenimiento
y resulta menester intentar alguna forma de expiación melancólica como acto hiperbárico
de abrir nuestro corazón a Dios, como un amigo, convencidos de que la sinceridad
de nuestras palabras y de nuestras actitudes son la llave para acceder al almacén
del cielo, donde están atesorados los recursos infinitos de la omnipotencia.
Porqué nuestras
plegarias resultan sereno esfuerzo para vencer la soledad, enfermedades y tristezas.
Presentemos a ese Niño nuestras necesidades, gozos, cuidados y temores. Dejemos
en sus manos nuestras tribulaciones: “Gloria
a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
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