Por Reginaldo
Canseco Pérez
“—¡Don Bernardo se
cayó de un palo de coco!” El rumor de la desgracia corrió como
reguero de pólvora por toda la vecindad en la mañana de hoy lunes. Mi mamá fue por
la tarde a visitar a doña Macaria, la mujer de don Bernardo, para que ella le
confirmara o desmintiera esa noticia. Cuando volvió a casa ingresó por la tranca (reja de palos que sirve de acceso
al patio, que se halla cercado con plantas, postes y alambre de púas). Entró apuradita
hasta alcanzar el corredor trasero que sirve de cocina a nuestra humilde vivienda.
Ahí sentados a la mesa estaban mi papá y dos de mis hermanos de en medio, mayores
que yo porque yo soy el menor de todos. No bien llegaba frente a ellos, y ya
estaba diciéndoles con cara y voz de preocupada:
—¡Es
cierto! ¡Es cierto! ¡Don Bernardo se cayó ayer de una palmera de coco!
En aquel momento yo andaba escudriñando
maravillado el patio, a poca distancia del corredor, descubriendo y volviendo a
descubrir, como lo hago todos los días, este mundo nuevecito: los árboles
verdes, la sombra fresca llena de misterio bajo el follaje de éstos, las
diferentes lagartijas y sus variados colores brillantes, el sol que iluminaba el
día y que se filtraba entre las hojas, proyectando en el suelo figuras de luz, lo
sinuoso del terreno y todo aquello que me causaba asombro; y absorto así no me
había dado cuenta cuando mi mamá salió y no le di mayor atención cuando la vi a
su regreso; tampoco me había enterado hasta entonces del rumor del accidente. Pero
en cuanto la oí pronunciar aquella noticia salí del encantamiento en que me
hallaba atrapado desde su primera palabra: “!Don
Bernardo se cayó de una palmera de coco…!” Instantáneamente imaginé a don Bernardo desprendiéndose
y cayendo vertiginosamente desde lo más alto de un palo de coco y de inmediato dar
de golpe y porrazo en la tierra. Yo conozco las palmeras de coco porque las veo
todos los días en el patio de enfrente; a veces me quedo mirando impresionado lo
altííísimas que están. Contemplo cómo el sur o el norte, según la época del año
que corre, las mece con furia y sus palmas que la coronan inalcanzables ondean
y se destacan en el azul del cielo o en las nubes blancas u oscuras que se
deslizan detrás de ellas. “Los zopilotes cuando
andan muy, muy arriba, comienzan a planear en círculos tan pronto presienten que
va a llover, descendiendo poco a poco para guarecerse en las ramas de los altos
árboles de cedro que están al fondo de nuestro patio y en los otros patios. A
mí me gusta ver la manera en que vuelan,
¿por qué nosotros, los humanos, no lo podemos hacer? A mí se me antoja sobrevolar
como ellos; me imagino volando allaaaá arriba y mirando para abajo…”
—Me
dijo doña Macaria que habían contratado a su marido para que cortara cocos el
domingo en el barrio El Tamarindo. Que se encaramó a la palmera como acostumbra,
como chango, sin maneas; nomás llevaba guindando de la cintura la cuerda larga con
que bajaría los racimos de cocos que iba a cortar y que no cortó; en cuanto
llegó allá arriba se agarró de la primera penca de palma que vio, según él para
impulsarse y terminar de subir, pero ésta se desgajó a medias y él estuvo a
punto de caer al vacío ahí mismo; lo ayudó que de inmediato pudo abrazarse fuertemente al palo de
la palmera y como le era imposible reanudar la subida no le quedó otra que dejarse
escurrir de este modo, abrazado así, para intentar apearse; pero se venía
raspando y quemando, con la fricción del deslizamiento, el pecho, la barriga, los
brazos y las piernas, sobre todo la barriga, y antes de la mitad ya no aguantó y
se soltó. Dio primero contra la copa de un naranjo y después contra un cerco
con “tela” para encerrar pollos, que lo rebotó (todo esto amortiguó en algo la
caída) e inmediatamente azotó cerca del tronco de la palmera. ¡De puro milagro
no quedó muerto! Lo fueron a recoger los enfermeros de la Cruz Roja y en la
ambulancia se lo llevaron al hospital civil, inconsciente pero vivo.
Mi papá y mis hermanos oían a
mi mamá sin interrumpirla, viéndola allí parada frente a ellos enterándolos pormenorizadamente
de aquella desgracia. A mí, más que la mala noticia, lo que me impactó y sorprendió
en el primer momento fue la reacción que advertí en ellos —en mi papá y mis hermanos—. Pude distinguir claramente desde
donde me hallaba mirándolos, desde donde no me había movido, cómo al oír la
noticia se ensombrecían sus caras súbitamente de arriba abajo como si una nube
negra pasara en ese segundo sobre sus cabezas a pesar de que la tarde se
hallaba resplandeciente de sol y el cielo estaba azul y faltaba bastante para
el anochecer. “Ah, también me agrada contemplar
el ocaso. Hay en él un instante mágico en que ya no hay luz pero tampoco hay oscuridad:
es la transición entre el día y la noche. Muchas veces, yo, me he parado en
medio de mi calle en que no transitan automóviles, con la cara al poniente y sin
los árboles de mi patio de por medio, para esperar ansioso el ocultamiento del
sol y poder gozar una vez más la llegada de ese momento milagroso pero fugaz, tratando
con todas mis fuerzas de concentración posible de eternizarlo o, cuando menos, de
alargarlo para poder contemplar el instante exacto, preciso, en que se vuelve
noche; pero nunca, nunca, lo he conseguido.
“En
la puesta del sol, también se realiza otro prodigio: los árboles de mi patio y de
los patios vecinos que me rodean, hasta donde mis ojos alcanzan a ver, se cunden
de miiiles de pájaros de todas las clases
y colores: pericos, zanates, pijules, zopilotes, primaveras, cuácaras, torcazas,
pecho amarillos y otras avecillas; es la hora en que estas aves buscan refugio en
medio de una ensordecedora algarabía entre las ramas para dormir y pasar la
noche.”
Casi al final de la información proporcionada
por mi mamá mi papá intrigado preguntó que, puesto que doña Macaria no estuvo
presente en el lugar y momento del accidente, ¿cómo era posible que supiera con
detalle el modo en que su marido se cayó del palo de coco? La respuesta de mi
mamá fue rápida: porque el mismo don Bernardo se lo había contado en cuanto
pudo medio hablar con ella muchas horas después de su percance.
—¡Pobre
de don Bernardo; en varias semanas no podrá trabajar! ¿Cómo le va a hacer para
la manutención de su familia? —comentó
afligida mi mamá.
—La
mujer tendrá que trabajar aunque sea lavando ropa ajena, mientras se recupera
su marido —le
respondió mi papá.
—Mañana
voy a visitar a don Bernardo en el hospital —terminó diciendo ella.
Nadie volvió a mencionar el suceso
el resto del día y yo me olvidé por completo de ello.
Hoy ha amanecido como todos los días anteriores:
alegre y lleno de sol. Mi mamá nos ha dado de desayunar temprano. —Alístate,
que vamos al hospital para visitar a don Bernardo, me
dice ahora. Toda la vecindad aprecia a don Bernardo, pero principalmente mis
padres; la amistad que hay entre las dos familias, la de don Bernardo y la de mis
padres, viene de tiempos antiguos, desde mucho antes de nacer yo. No hace ni un
año él y su familia llegaron a establecerse cerca de nosotros; compraron un
pedazo de solar interior que se halla hasta el fondo, pero con acceso por
nuestra misma calle, en el barrio Villalta. Enseguida don Bernardo paró una
casita de barro, agregándole un corredorcito al frente, todo con techo de
lámina de cartón negra. A partir de entonces él y su familia reciben en ese
corredorcito las visitas de sus parientes y amigos al refrescar la tarde. Él es
trabajador, honrado y responsable, dicen todos aquí en la vecindad; y que acepta
cualquier trabajo que le ofrecen por muy difícil o peligroso que sea con tal de
llevar unos centavos a su familia, hasta el de encaramarse a las palmeras más altas
para cortar cocos, como lo ha hecho otras veces. Pero ahora se cayó.
Mi mamá ha terminado de peinarme;
ella y yo estamos listos para ir a visitar a don Bernardo que está
hospitalizado.
Camino junto a mi mamá. El hospital
está al otro lado del pueblo, en la parte sur. Lo sé porque otras veces, en mis
seis años de edad, me han llevado para que me den purgantes. Ahora hemos
llegado. Entramos. Seguimos por un laaargo y frío pasillo a media penumbra que
se adentra al este, con puertas a derecha e izquierda; doña Macaria le ha de
haber explicado a mi mamá cómo encontrar el cuarto donde se recupera don Bernardo.
Al fin nos detenemos, ingresamos a nuestra izquierda, a una sala con muchos
enfermos; ahí, en la parte central, entre las hileras de camastros está
encamado don Bernardo. Mi mamá se para junto al convaleciente. Lo saluda. Don
Bernardo, con voz ronca y cavernosa, como de ultratumba, balbucea algunas
palabras de bienvenida, algo así como “Buenos
días doña Altagracia”. Yo, de una ojeada recorro a don Bernardo de cabeza a
pies, que yace ahí, postrado, sin camisa, vendado de la cintura al cuello, sin
poderse mover, adolorido. La misma impresión que me causa me impulsa a
examinarlo más: es moreno, algo grueso, de mediana estatura, rústico y tiene cara
indígena de raza pura. Nunca antes lo había observado con minuciosidad. Mi mamá
le interroga sobre su accidente. Él —con voz grave, entrecortada y gestos quejumbrosos— comienza a contar en dos/tres
palabras. Yo, al oír la primera palabra de su relato, siento renacer mi percepción
y lo remiro: sí, ahí está, encamado, todo enrollado de vendas, magullado… Y ya
no oigo nada más; de golpe ya no soy yo, soy él, don Bernardo, desprendiéndome
de lo más alto de la palmera, precipitándome al vacío interminable… y el
vértigo se apodera de mí, el cuarto de hospital y todo lo que hay dentro dan
vueltas a mi alrededor, inmediatamente siento náuseas y una opresión en el
pecho… me falta el aire… siento que el piso bajo mis pies se hunde… estoy a punto
de caer inaplazablemente desde muy, muy alto… al pozo sin fondo ni fin… recapacito:
“¡tengo que salir rápidamente de aquí!”; salgo, mareado y con náuseas todavía; busco el final
del pasadizo, éste se quiebra imprevisible a la izquierda del cuarto del que he
escapado y la providencia me conduce (para mi estupor y alegría) a un
corredorcito con un breve y solitario jardín al frente y algunos retorcidos arbustos.
Respiro hondo, hondo, hondo, una y otra vez, el sol de la mañana me reanima, atraen
mi atención las mariposas que revolotean entre las flores del oculto paraíso
que he recién descubierto, me sorprenden sus diversos y vivos colores; me
recobro, un viento fresco y reparador sopla, ya me siento bien, como antes.
Vuelvo
al cuarto de hospital, pero ya no me atrevo a entrar; espero en la puerta; un
momento después mi mamá se despide del convaleciente y retornamos.
Ahora
ya estamos de nueva cuenta en mi barrio, ahora ya estamos en mi calle, ahora ya
estamos en nuestra casa, ahora yo ya estoy de regreso en mi patio. Y he
empezado a recorrerlo una vez más. Mi patio está repleto de maravillas que yo voy
descubriendo y volviendo a descubrir con asombro, con gozo, cada día…
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