miércoles, 29 de enero de 2014

Mi patio y la visita a un hospitalizado




 Por Reginaldo Canseco Pérez
“—¡Don Bernardo se cayó de un palo de coco!” El rumor de la desgracia corrió como reguero de pólvora por toda la vecindad en la mañana de hoy lunes. Mi mamá fue por la tarde a visitar a doña Macaria, la mujer de don Bernardo, para que ella le confirmara o desmintiera esa noticia. Cuando volvió a casa ingresó por la tranca (reja de palos que sirve de acceso al patio, que se halla cercado con plantas, postes y alambre de púas). Entró apuradita hasta alcanzar el corredor trasero que sirve de cocina a nuestra humilde vivienda. Ahí sentados a la mesa estaban mi papá y dos de mis hermanos de en medio, mayores que yo porque yo soy el menor de todos. No bien llegaba frente a ellos, y ya estaba diciéndoles con cara y voz de preocupada:
¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡Don Bernardo se cayó ayer de una palmera de coco!

En aquel momento yo andaba escudriñando maravillado el patio, a poca distancia del corredor, descubriendo y volviendo a descubrir, como lo hago todos los días, este mundo nuevecito: los árboles verdes, la sombra fresca llena de misterio bajo el follaje de éstos, las diferentes lagartijas y sus variados colores brillantes, el sol que iluminaba el día y que se filtraba entre las hojas, proyectando en el suelo figuras de luz, lo sinuoso del terreno y todo aquello que me causaba asombro; y absorto así no me había dado cuenta cuando mi mamá salió y no le di mayor atención cuando la vi a su regreso; tampoco me había enterado hasta entonces del rumor del accidente. Pero en cuanto la oí pronunciar aquella noticia salí del encantamiento en que me hallaba atrapado desde su primera palabra: “!Don Bernardo se cayó de una palmera de coco…!”  Instantáneamente imaginé a don Bernardo desprendiéndose y cayendo vertiginosamente desde lo más alto de un palo de coco y de inmediato dar de golpe y porrazo en la tierra. Yo conozco las palmeras de coco porque las veo todos los días en el patio de enfrente; a veces me quedo mirando impresionado lo altííísimas que están. Contemplo cómo el sur o el norte, según la época del año que corre, las mece con furia y sus palmas que la coronan inalcanzables ondean y se destacan en el azul del cielo o en las nubes blancas u oscuras que se deslizan detrás de ellas. “Los zopilotes cuando andan muy, muy arriba, comienzan a planear en círculos tan pronto presienten que va a llover, descendiendo poco a poco para guarecerse en las ramas de los altos árboles de cedro que están al fondo de nuestro patio y en los otros patios. A mí  me gusta ver la manera en que vuelan, ¿por qué nosotros, los humanos, no lo podemos hacer? A mí se me antoja sobrevolar como ellos; me imagino volando allaaaá arriba y mirando para abajo…”
Me dijo doña Macaria que habían contratado a su marido para que cortara cocos el domingo en el barrio El Tamarindo. Que se encaramó a la palmera como acostumbra, como chango, sin maneas; nomás llevaba guindando de la cintura la cuerda larga con que bajaría los racimos de cocos que iba a cortar y que no cortó; en cuanto llegó allá arriba se agarró de la primera penca de palma que vio, según él para impulsarse y terminar de subir, pero ésta se desgajó a medias y él estuvo a punto de caer al vacío ahí mismo; lo ayudó que de  inmediato pudo abrazarse fuertemente al palo de la palmera y como le era imposible reanudar la subida no le quedó otra que dejarse escurrir de este modo, abrazado así, para intentar apearse; pero se venía raspando y quemando, con la fricción del deslizamiento, el pecho, la barriga, los brazos y las piernas, sobre todo la barriga, y antes de la mitad ya no aguantó y se soltó. Dio primero contra la copa de un naranjo y después contra un cerco con “tela” para encerrar pollos, que lo rebotó (todo esto amortiguó en algo la caída) e inmediatamente azotó cerca del tronco de la palmera. ¡De puro milagro no quedó muerto! Lo fueron a recoger los enfermeros de la Cruz Roja y en la ambulancia se lo llevaron al hospital civil, inconsciente pero vivo.
Mi papá y mis hermanos oían a mi mamá sin interrumpirla, viéndola allí parada frente a ellos enterándolos pormenorizadamente de aquella desgracia. A mí, más que la mala noticia, lo que me impactó y sorprendió en el primer momento fue la reacción que advertí en ellos en mi papá y mis hermanos. Pude distinguir claramente desde donde me hallaba mirándolos, desde donde no me había movido, cómo al oír la noticia se ensombrecían sus caras súbitamente de arriba abajo como si una nube negra pasara en ese segundo sobre sus cabezas a pesar de que la tarde se hallaba resplandeciente de sol y el cielo estaba azul y faltaba bastante para el anochecer. “Ah, también me agrada contemplar el ocaso. Hay en él un instante mágico en que ya no hay luz pero tampoco hay oscuridad: es la transición entre el día y la noche. Muchas veces, yo, me he parado en medio de mi calle en que no transitan automóviles, con la cara al poniente y sin los árboles de mi patio de por medio, para esperar ansioso el ocultamiento del sol y poder gozar una vez más la llegada de ese momento milagroso pero fugaz, tratando con todas mis fuerzas de concentración posible de eternizarlo o, cuando menos, de alargarlo para poder contemplar el instante exacto, preciso, en que se vuelve noche; pero nunca, nunca, lo he conseguido.
“En la puesta del sol, también se realiza otro prodigio: los árboles de mi patio y de los patios vecinos que me rodean, hasta donde mis ojos alcanzan a ver, se cunden de  miiiles de pájaros de todas las clases y colores: pericos, zanates, pijules, zopilotes, primaveras, cuácaras, torcazas, pecho amarillos y otras avecillas; es la hora en que estas aves buscan refugio en medio de una ensordecedora algarabía entre las ramas para dormir y pasar la noche.”
Casi al final de la información proporcionada por mi mamá mi papá intrigado preguntó que, puesto que doña Macaria no estuvo presente en el lugar y momento del accidente, ¿cómo era posible que supiera con detalle el modo en que su marido se cayó del palo de coco? La respuesta de mi mamá fue rápida: porque el mismo don Bernardo se lo había contado en cuanto pudo medio hablar con ella muchas horas después de su percance.
¡Pobre de don Bernardo; en varias semanas no podrá trabajar! ¿Cómo le va a hacer para la manutención de su familia? —comentó afligida mi mamá.
La mujer tendrá que trabajar aunque sea lavando ropa ajena, mientras se recupera su marido le respondió mi papá.
Mañana voy a visitar a don Bernardo en el hospital terminó diciendo ella.
Nadie volvió a mencionar el suceso el resto del día y yo me olvidé por completo de ello.
Hoy ha amanecido como todos los días anteriores: alegre y lleno de sol. Mi mamá nos ha dado de desayunar temprano. Alístate, que vamos al hospital para visitar a don Bernardo, me dice ahora. Toda la vecindad aprecia a don Bernardo, pero principalmente mis padres; la amistad que hay entre las dos familias, la de don Bernardo y la de mis padres, viene de tiempos antiguos, desde mucho antes de nacer yo. No hace ni un año él y su familia llegaron a establecerse cerca de nosotros; compraron un pedazo de solar interior que se halla hasta el fondo, pero con acceso por nuestra misma calle, en el barrio Villalta. Enseguida don Bernardo paró una casita de barro, agregándole un corredorcito al frente, todo con techo de lámina de cartón negra. A partir de entonces él y su familia reciben en ese corredorcito las visitas de sus parientes y amigos al refrescar la tarde. Él es trabajador, honrado y responsable, dicen todos aquí en la vecindad; y que acepta cualquier trabajo que le ofrecen por muy difícil o peligroso que sea con tal de llevar unos centavos a su familia, hasta el de encaramarse a las palmeras más altas para cortar cocos, como lo ha hecho otras veces. Pero ahora se cayó.
Mi mamá ha terminado de peinarme; ella y yo estamos listos para ir a visitar a don Bernardo que está hospitalizado.
Camino junto a mi mamá. El hospital está al otro lado del pueblo, en la parte sur. Lo sé porque otras veces, en mis seis años de edad, me han llevado para que me den purgantes. Ahora hemos llegado. Entramos. Seguimos por un laaargo y frío pasillo a media penumbra que se adentra al este, con puertas a derecha e izquierda; doña Macaria le ha de haber explicado a mi mamá cómo encontrar el cuarto donde se recupera don Bernardo. Al fin nos detenemos, ingresamos a nuestra izquierda, a una sala con muchos enfermos; ahí, en la parte central, entre las hileras de camastros está encamado don Bernardo. Mi mamá se para junto al convaleciente. Lo saluda. Don Bernardo, con voz ronca y cavernosa, como de ultratumba, balbucea algunas palabras de bienvenida, algo así como “Buenos días doña Altagracia”. Yo, de una ojeada recorro a don Bernardo de cabeza a pies, que yace ahí, postrado, sin camisa, vendado de la cintura al cuello, sin poderse mover, adolorido. La misma impresión que me causa me impulsa a examinarlo más: es moreno, algo grueso, de mediana estatura, rústico y tiene cara indígena de raza pura. Nunca antes lo había observado con minuciosidad. Mi mamá le interroga sobre su accidente. Él con voz grave, entrecortada y gestos quejumbrosos comienza a contar en dos/tres palabras. Yo, al oír la primera palabra de su relato, siento renacer mi percepción y lo remiro: sí, ahí está, encamado, todo enrollado de vendas, magullado… Y ya no oigo nada más; de golpe ya no soy yo, soy él, don Bernardo, desprendiéndome de lo más alto de la palmera, precipitándome al vacío interminable… y el vértigo se apodera de mí, el cuarto de hospital y todo lo que hay dentro dan vueltas a mi alrededor, inmediatamente siento náuseas y una opresión en el pecho… me falta el aire… siento que el piso bajo mis pies se hunde… estoy a punto de caer inaplazablemente desde muy, muy alto… al pozo sin fondo ni fin… recapacito: “¡tengo que salir rápidamente de aquí!”; salgo, mareado y con náuseas todavía; busco el final del pasadizo, éste se quiebra imprevisible a la izquierda del cuarto del que he escapado y la providencia me conduce (para mi estupor y alegría) a un corredorcito con un breve y solitario jardín al frente y algunos retorcidos arbustos. Respiro hondo, hondo, hondo, una y otra vez, el sol de la mañana me reanima, atraen mi atención las mariposas que revolotean entre las flores del oculto paraíso que he recién descubierto, me sorprenden sus diversos y vivos colores; me recobro, un viento fresco y reparador sopla, ya me siento bien, como antes.
Vuelvo al cuarto de hospital, pero ya no me atrevo a entrar; espero en la puerta; un momento después mi mamá se despide del convaleciente y retornamos.
Ahora ya estamos de nueva cuenta en mi barrio, ahora ya estamos en mi calle, ahora ya estamos en nuestra casa, ahora yo ya estoy de regreso en mi patio. Y he empezado a recorrerlo una vez más. Mi patio está repleto de maravillas que yo voy descubriendo y volviendo a descubrir con asombro, con gozo, cada día…
 


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