jueves, 5 de enero de 2012

Columna: Déjame que te cuente…


Su nombre es Josué


Por Sergio M. Trejo González.


Su nombre es Josué, como el bíblico caudillo de Israel, nacido en Egipto, su nombre era Oseas (salvación); pero Moisés se lo cambió por Josué (el señor salva). Hijo de Nun de la tribu de Efraín. Es elegido por Moisés para sucederle y llevar fuera de Egipto como jefe de los israelitas en la travesía del desierto hasta la tierra prometida (Canaán) y la conquista de la antigua ciudad palestina de Jericó. Pero esa, es otra historia. Nuestro Josué es mexicano, veracruzano, de Colipa, y aunque "Josué" es el equivalente hebreo de "Jesús", la gente le decía de niño cariñosamente “Pepe”. Cuando era un adolescente y llamaba la atención con su caminar parsimonioso, gandul y desafanado. Cualquiera lo distinguía a lo lejos por esa manera de andar acompasado de cabeza y brazos sueltos. Su lacia cabellera seguía también el tumbao, una especie de rebote o mecida, que tienen los guapos al desplazarse. No ha cambiado su estilo de recorrer la calle; su corte de pelo siempre fashion, melena castaña con efecto despeinado, se conserva y mejora en el devenir del tiempo.
Significo esto porque antiguamente los hombres ponían menos atención a la forma de peinado. Hace unos 30 años solo era necesario acudir con el peluquero y pedirle que nos hiciera el mismo corte de siempre, comúnmente era algo “estándar”, por así llamarlo. Varios chiquillos de los sesentas les ponían una jícara en la cabeza para cortar los bordes que salían o los pelaban de casquete o les rapaban a coco, dejando un molote al frente. Algunos íbamos con el señor Othón Romero Pichardo o con Santiago Oropeza Anota o con don Juan “Churín”. Este último parte de la dinastía Vidal, y prehistórico estilista, del barrio Cruz Verde, quien combinaba su labor de fabricante de blocks de concreto con su tarea de entresacar pajuela craneana, con esas maquinitas de mano que de repente daban tremendo jalón. ¡Ah! y como olvidar esas afiladas de las navajas en la chaira de cuero, antes de perfilar la nuca, orejas y patillas. Y esos periódicos vieeejos que se apilaban amarraditos, para que sirvieran de banco a fin de que los chamacos que se pretendían rasurar no quedaran tan bajitos para el fígaro.
Por eso llamaban la atención las pelirrubias mechas del Josué, que con su rítmico transitar saludaba sonriendo a cada momento; un platicador agradable que todos conocemos desde sus años de infancia que se inician en esta ciudad con un arribo en víspera de Día de Reyes. En el marco de la epifanía, esa manifestación religiosa que conocemos con todo lo que representa Melchor, Gaspar y Baltasar, llegó Josué con su familia, procedente de aquel pueblo Totonaca prehispánico ubicado arribita del centro de nuestro Estado, en el propósito de establecer su domicilio en estas praderas, instalándose sobre la calle 5 de mayo, por la esquina de Pípila, en donde años después vivió el presbítero Juan López Velarde. Refiere nuestro amigo que comenzaba la oscurana de aquel día 5 de enero de 1959, cuando respiró por primera vez la atmosfera hospitalaria de los acayuqueños. La familia Maldonado Fonseca fungió como anfitriona y guía de las cosas y lugares que teníamos en Acayucan desde aquel tiempo. En ese rumbo concibió el entusiasmo desprendido de los acayuqueños próximos, que le brindaron a su familia un ambiente de alojamiento cálido, en pleno invierno. Josué recuerda que entre los vecinos e inmediatos amigos, al día siguiente de aquella fecha, se realizó una “vaquita” de boletos (que ganaban los niños que asistían a la doctrina) para que tuviera derecho a un premio y que debido a la coperacha de tickets, con el sello de la iglesia, consiguió de obsequio una guitarrita con cuerdas de liga. Suspira Josué cuando expresa: “Mi mayor regalo de “Reyes” ha sido vivir en Acayucan”.
Con el tiempo se cambio, Josué, a vivir por la calle Guerrero, donde ahora vive don Víctor Guillen, reconocido marimbero local; y en aquel éxodo domiciliario, pasó a mudarse por la calle Nicolás Bravo, junto al taller de don Víctor Márquez “El zapatero”. Ahí lo miré como veinte años. Luego lo perdí un rato de vista. Pensé entonces que efectuaba estudios en Xalapa... Con el tiempo lo volví a localizar en el CBTIS 48; allá andaba, casi siempre acompañado por Eva Salazar Toledo, su compañera de mil y una aventuras… Se graduó como Químico en Análisis Industriales. Supe que laboraba para la Comisión del Papaloapan, cuando tenía instalaciones en el centro de nuestra ciudad. Ya después lo miraba bajarse del autobús por “Camino Verde”, pues trabajaba en la SAGARPA, una dependencia que conocíamos como la forestal ubicada por el rumbo de “Las Tinas” en Jaltipan.
Josué Viveros Cuervo, es el nombre completo de mí querido y siempre bien ponderado amigo, retoño de don Constancio Viveros Huesca y la Señora Aurora Cuervo Sánchez y consanguíneo de ocho hermanos, con quienes ha compartido no solamente un hogar sino un respaldo pleno en todas las decisiones de su vida. Eso no es necesario que Josué lo confiese, cualquiera que lo haya observado en sus actividades escolares, sociales y profesionales podrá apreciar que siempre lo rodean con apoyo sus fraternas. Una raza unida como los mosqueteros de Dumas. Cuando su carnal Constancio caracterizaba, por 8 años, al Mártir del Calvario en los viacrucis de Semana Santa, ahí andaban Josué y sus hermanas entre centuriones y demás personajes en tal devoción centrada en los Misterios dolorosos de Cristo… Basta dar un vistazo por su domicilio actual de la calle Zaragoza, para percibir como también su familia acoge esa vena colectora de piezas arcaicas que Josué lleva y trae con pasión; exponiéndolas con toda delicadeza, con disertaciones a detalle sobre la iconografía que detenta; motivando a todo público acerca de los pormenores de aquella parroquia antigua afectada por un sismo, del proceso de construcción de nuestro palacio, de la transformación de nuestro centro histórico, de las celebraciones sociales o políticas y de la vida y obra de personajes acayuqueños. En fin, todo lo que un aficionado a la tradición, a la leyenda y al mito, busca de un pueblo añejo como Acayucan, lo tiene Josué.
Recalco y machaco que Josué resulta poseedor de una valiosa e incomparable colección de fotografías antiguas. Esa es su pasión principal, aunque su inclinación general lo lleva a guardar objetos vetustos en general. Su afición a coleccionar anda en sus venas desde que nació, pues su casa es un verdadero museo de monolitos, reliquias y recuerdos que ha venido consiguiendo a base de esfuerzo, perseverancia y compulsión. Vive rodeado de pautas culturales de una vida pretérita regional que nos despierta nostalgia y querencia. Sus libros empolvados, se guardan dentro de un mueble de talla antigua, hermosamente descolorido. Por allá se aprecia un pocillo de peltre, garrafas y botellones de vidrio, de esos que ya no vende nadie ni se usan en las casas ni en los expendios; acá una vasija de barro y trastes despostillados, junto a una máquina de coser de aquellas que traían medallón en la base; una silla y una mesa, todo enmarcado a la perfección para deleite de quienes lo visitan, procurando escrupulosa información de este género que gentilmente proporciona.
No defino bien si sus rancias muestras sirven de escenografía en cada una de sus exposiciones fotográficas que pone a disposición popular o si resultan sus fotografías la decoración de sus relictos que proporcionan realce a cualquier evento, profundizando siempre nuestra más cara presencia que ensimismada en su retroactividad y su aquilatada disyuntiva, enseña cómo, y porque, tenemos en su punto fijo la relevancia cultural que atesoramos. Estar a la mira de cada uno de sus retratos reanima la carcomida memoria, envolviéndonos en un laberinto de reminiscencias que permanecían ignoradas, pues cada uno de los breves ángulos de sus fotografías transfigura el limitado espacio estallante por su contenido; un túnel del tiempo, donde se percibe la tranquilidad que se respiraba bajo esos desaparecidos corredores de las casas, con paredes y pilares de ladrillo, sosteniendo un tejado.
En el fondo de los paisajes urbanos capturados en un marco de Josué, se guarda y conserva el don de lo esencial. Cualquiera puede recrear en la evocación de su iconografía aquella bella época del Acayucan en sus tiempos de oro, que los poetas llaman: “Subjetivo y sentimental”. Pero el merito de Josué no es solamente su decisión para ocuparse de salvar testimonios que andan extraviados, en pergaminos macilentos y en fotografías cuarteadas, sino su tarea de mantenimiento y rescate que a la vez enriquece con su toque y su aroma. Eso convierte, a Josué en un curioso aficionado a la historia y a la compilación y también en un singular expositor y cronista.
¿Cuántos años tiene Josué?
-No lo sé, me respondió.
¿Pero cómo va Josué a saber los años que tiene? Me digo: Con los años que se quita, los que le aumentan y los que dice su calendario, debe estar tan hecho bolas, que ya no sabe ni cuantos lleva, pero que celebra los 30 de enero, conservando impecable su memoria respecto los aconteceres de nuestra ciudad.
El es intemporal y es mi amigo. Más aun es un buen amigo. Lo he mirado aparecer en la circunstancia, cuando su presencia resulta necesaria para nutrir el espíritu con su maná maravilloso. Lo saludé durante las exequias de Ramón Vela López, comedido y respetuoso, colocando las flores entre alrededor de la tumba: Solidario y devoto. Imprescindible y fino, en la prospero y en lo adverso. En la gracia y en la desgracia. Como el fistol en la corbata o la sortija en el dedo: un detalle de buen gusto. Amabilidad, sensibilidad y coquetería… Eso es Josué.
Es un privilegio y lujo tenerlo entre nosotros desde aquel día que nos llegara como un original e interesante regalo de Reyes, para Acayucan.

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