Déjame que te cuente…
Por Sergio M. Trejo González
Mi Acayucan, subjetivo y sentimental,
de campesinos y abarroteros, de transportistas. El ancestral caserío que se
remonta a episodios de la conquista y la independencia, la reforma y la
revolución. Aldea salpicada por la brisa de penetraciones españolas, francesas,
con historias de piratas, es ejemplo de vigencia, de magia, de celebraciones. Mis
garabatos no suelen ser elocuentes como quisiera pero en nuestra memoria, no
hay duda, mi ciudad es lo máximo. Aquí nací; he vivido todos los años de mi
vida, con ligeras ausencias, desde aquella infancia lejana, en una época en que
las calles amplias después del primer cuadro carecían de concreto y servían,
sus hierba y sus pastos, de alimento para caballos, cerdos y algún guajolote; aquí
en el amplio parquecito infantil subíamos y bajamos de columpios y resbaladillas,
cuando no encontrábamos desocupadas las mesas del futbolito de don Chucho y
doña Chelo; aquí escribía las cartas a mis queridos reyes magos; aquí observaba,
hacia el norte, desde mi escuela primaria presidente Miguel Alemán, la
majestuosa sierra de Soteapan y, hacia
el poniente, nuestro majestuoso Palacio Municipal.
En un tiempo mi adolescencia volvió la hoja
del destino y a chingarle, con la maleta cargada de ilusiones al hombro, a
buscar la quimera nos salimos. Se mantuvo mi alma encendida. Lejos, allá lejos,
donde mi niñez se perdió aguantando reveses sin extraviar recuerdos, hasta que
con paciencia volvimos a la ruta.
Cincuenta y tantos años después se me
ocurre tomar mi pluma para recordar esas alegres mañanas cuando las promesas se
podían observar en aquel lejano horizonte, entre las nubes blancas y el
quiquiriquí de los gallos.
Aquí vivo. Aquí se va mi corazón desde
las alegres mañanas cuando las brisas tempranas juguetonas orean mi sien, hasta
tarde en tarde, cuando contemplo los
crepúsculos escarlatas sobre las colinas del legendario Temoyo, plagado de
pichos negros, salvajemente escandalosos; aquí duermo en ocasiones, tranquilo,
igual que estando lejos, y escucho aún los tambores de aquellos arrieros de Chambrú,
Basilio o Benito, raza en peligro grave de extinción; aquí conocí esa feria en
San Martín, cuando era la gran fiesta: Confirmaciones con obispo y todo,
vendimia y música en nuestro parque. Merolicos de plásticos y peltres en las
calles, que te hacían vibrar con sus gritos. Aquí viví los carnavales antiguos
de Zamuro Aché, Ernesto “Titina” Domínguez, Román Quiñones, Ricardo Torres
Palomeque, Armando “güero” Maldonado, Román López “Chulopa”, Araceli Oropeza
Ceballos, Ramona Cárdenas… con reyes feos alegres y reinas preciosas, favorecidas
por el sufragio efectivo de mucha lana que se depositaba en las ánforas
colocadas en el Kiosco, donde se realizaban los cómputos parciales… después
venían los vistosos desfiles en carros alegóricos, encabezados por las
bastoneras de Veracruz… y el baile de gala y el baile popular (que ahora ha
puesto de moda el presidente municipal, a manera de increíble compulsión o
plaga de “bailongo”, como la más rara epidemia de danza que en Acayucan se tenga
reminiscencia).
Aquí, me despierta
bonito el goteo agreste de la lluvia apasionada sobre los techos de láminas de
zinc. Aquí voy dejando también pedazos de mi corazón... en la circunstancia de
quedarme cada día más solo, en la esperanza de volver a reunirme con tantos
amigos que ya me aguardan en la región ignota. De aquí me voy a ratos y regreso
a tiempo para cantar lo que cuando ando lejos descubro y siento, para reflejar
en mis epístolas las imágenes atesoradas celosamente en mis entrañas. Mire usted
que yo he cantado, a mi manera, como supongo que todos cantamos, lo que aprendí
de aquella rockola que tenía don Emilio Béjar en su cantina de La Peña y
Carvajal, visitada por singulares personajes, dedicados en su mayoría a la
función de escribanos en las diversas trincheras administrativas y judiciales; ahí,
mientras se consumían las botellas de guarapo se disfrutaba los acordes de Mike
Laure: “Tú fuiste la que me supo comprender en mi afán; tú fuiste la que me dio
bellos amores y así podré cantar…”. Por eso, con palabras o no, gusto de
expresar mis sentimientos mudos de
añoranza, por nuestro pueblo, ese que se podía atravesar de chiquillo por
cualquier patio lleno de cafetos y mangos “y sus naranjales que huelen a azahar”.
Mi canto está aquí, y pienso será el canto de todos los que hemos caminado este
camino sin regreso. La querencia es igual, sólo habrá que cambiar algunos
personajes, unas calles, un par de casas que conservan sus corredores. El amor
es el mismo. Pero mantengo vivas mis nostalgias, porque me siento como ayer una
criatura libre.
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