sábado, 5 de abril de 2014

Acayucan: Ejemplo de vigencia, magia y celebraciones



Déjame que te cuente…

Por Sergio M. Trejo González

Mi Acayucan, subjetivo y sentimental, de campesinos y abarroteros, de transportistas. El ancestral caserío que se remonta a episodios de la conquista y la independencia, la reforma y la revolución. Aldea salpicada por la brisa de penetraciones españolas, francesas, con historias de piratas, es ejemplo de vigencia, de magia, de celebraciones. Mis garabatos no suelen ser elocuentes como quisiera pero en nuestra memoria, no hay duda, mi ciudad es lo máximo. Aquí nací; he vivido todos los años de mi vida, con ligeras ausencias, desde aquella infancia lejana, en una época en que las calles amplias después del primer cuadro carecían de concreto y servían, sus hierba y sus pastos, de alimento para caballos, cerdos y algún guajolote; aquí en el amplio parquecito infantil subíamos y bajamos de columpios y resbaladillas, cuando no encontrábamos desocupadas las mesas del futbolito de don Chucho y doña Chelo; aquí escribía las cartas a mis queridos reyes magos; aquí observaba, hacia el norte, desde mi escuela primaria presidente Miguel Alemán, la majestuosa  sierra de Soteapan y, hacia el poniente, nuestro majestuoso Palacio Municipal.
 En un tiempo mi adolescencia volvió la hoja del destino y a chingarle, con la maleta cargada de ilusiones al hombro, a buscar la quimera nos salimos. Se mantuvo mi alma encendida. Lejos, allá lejos, donde mi niñez se perdió aguantando reveses sin extraviar recuerdos, hasta que con paciencia volvimos a la ruta.
Cincuenta y tantos años después se me ocurre tomar mi pluma para recordar esas alegres mañanas cuando las promesas se podían observar en aquel lejano horizonte, entre las nubes blancas y el quiquiriquí de los gallos.
Aquí vivo. Aquí se va mi corazón desde las alegres mañanas cuando las brisas tempranas juguetonas orean mi sien, hasta  tarde en tarde, cuando contemplo los crepúsculos escarlatas sobre las colinas del legendario Temoyo, plagado de pichos negros, salvajemente escandalosos; aquí duermo en ocasiones, tranquilo, igual que estando lejos, y escucho aún los tambores de aquellos arrieros de Chambrú, Basilio o Benito, raza en peligro grave de extinción; aquí conocí esa feria en San Martín, cuando era la gran fiesta: Confirmaciones con obispo y todo, vendimia y música en nuestro parque. Merolicos de plásticos y peltres en las calles, que te hacían vibrar con sus gritos. Aquí viví los carnavales antiguos de Zamuro Aché, Ernesto “Titina” Domínguez, Román Quiñones, Ricardo Torres Palomeque, Armando “güero” Maldonado, Román López “Chulopa”, Araceli Oropeza Ceballos, Ramona Cárdenas… con reyes feos alegres y reinas preciosas, favorecidas por el sufragio efectivo de mucha lana que se depositaba en las ánforas colocadas en el Kiosco, donde se realizaban los cómputos parciales… después venían los vistosos desfiles en carros alegóricos, encabezados por las bastoneras de Veracruz… y el baile de gala y el baile popular (que ahora ha puesto de moda el presidente municipal, a manera de increíble compulsión o plaga de “bailongo”, como la más rara epidemia de  danza que en Acayucan se tenga reminiscencia).
Aquí, me despierta bonito el goteo agreste de la lluvia apasionada sobre los techos de láminas de zinc. Aquí voy dejando también pedazos de mi corazón... en la circunstancia de quedarme cada día más solo, en la esperanza de volver a reunirme con tantos amigos que ya me aguardan en la región ignota. De aquí me voy a ratos y regreso a tiempo para cantar lo que cuando ando lejos descubro y siento, para reflejar en mis epístolas las imágenes atesoradas celosamente en mis entrañas. Mire usted que yo he cantado, a mi manera, como supongo que todos cantamos, lo que aprendí de aquella rockola que tenía don Emilio Béjar en su cantina de La Peña y Carvajal, visitada por singulares personajes, dedicados en su mayoría a la función de escribanos en las diversas trincheras administrativas y judiciales; ahí, mientras se consumían las botellas de guarapo se disfrutaba los acordes de Mike Laure: “Tú fuiste la que me supo comprender en mi afán; tú fuiste la que me dio bellos amores y así podré cantar…”. Por eso, con palabras o no, gusto de expresar mis sentimientos mudos  de añoranza, por nuestro pueblo, ese que se podía atravesar de chiquillo por cualquier patio lleno de cafetos y mangos “y sus naranjales que huelen a azahar”. Mi canto está aquí, y pienso será el canto de todos los que hemos caminado este camino sin regreso. La querencia es igual, sólo habrá que cambiar algunos personajes, unas calles, un par de casas que conservan sus corredores. El amor es el mismo. Pero mantengo vivas mis nostalgias, porque me siento como ayer una criatura libre.

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