Por Pedro Salmerón Sanginés
En febrero de 1913 un
cuartelazo derribó al gobierno legítimo presidido por Francisco I.
Madero, quien intentaba conducir una transición hacia formas políticas
modernas y mitigar los abismos sociales que caracterizaban al país. El
golpe, preparado por la combinación de los ambiciones de los políticos
porfiristas y los latifundistas representados en el Senado, y por el
embajador de Estados Unidos en representación de sus mezquinos intereses
particulares y de los de la muy poderosa Standard Oil Company (a cuyas
hijas el actual gobierno pretende devolver sus fueros, olvidando su
pasado y su presente), abrió la puerta a la revolución que liquidaría
las instituciones y la clase política forjadas durante el porfiriato. Y
si a lo anterior –a la breve y casi incruenta rebelión maderista–
también lo llamamos revolución es porque el propio Madero así la llamó,
como
revolucionesse llamaba a los cambios de gobierno, motines y asonadas del siglo XIX mexicano.
La rebelión que siguió al cuartelazo empezó al mismo tiempo en muchos
lugares, desde que se supo la caída de Madero. Fue una reacción
colectiva de dignidad que de alguna manera fue articulando el gobernador
de Coahuila, Venustiano Carranza. Esta reacción adquirió diversas
expresiones, una de las cuales dio vida a la División del Norte en
septiembre. Los soldados de ese ejército eran voluntarios entusiastas
que peleaban –según sus propios testimonios– por la democracia y la
libertad (y expresaban con claridad lo que entendían por la primera, sea
lo que fuese lo que entendían por
libertad), así como por la justicia, que se manifestaba en primer término en la exigencia de la redistribución de la riqueza, empezando por la propiedad de la tierra. Sus jefes habían surgido de las filas del pueblo y muchos habían sido electos por los propios soldados.
Ese ejército revolucionario conquistó el estado de Chihuahua en
diciembre de 1913. De inmediato, su jefe, Francisco Villa, expropió a la
oligarquía sus propiedades, poniéndolas al servicio de la revolución.
Eso le permitió financiar un novedoso experimento social (que incluyó la
puesta en marcha de numerosas escuelas) y convertir a los guerrilleros
que se habían puesto a sus órdenes en un poderoso ejército, al frente
del cual avanzó hacia el sur en la primavera de 1914. Su objetivo eran
las ciudades de La Laguna, donde se había hecho fuerte un poderoso
contingente del ejército federal.
Entre el 20 de marzo y el 13 de abril los villistas
combatieron sin descanso en una larga batalla de posiciones que pasó a
la historia con el nombre de Batalla de Torreón y Batalla de San Pedro
de las Colonias, aunque en realidad se trató de una sola acción de
armas. En esos cruentos combates, los villistas derrotaron en el campo
de batalla a los mejores comandantes del ejército federal y destruyeron
dos poderosas divisiones que sumaban más de 22 mil soldados: la mayor
concentración de hombres y poder de fuego hecha por el antiguo régimen
para resistir a la Revolución.
Esa fue la más sangrienta de las batallas libradas hasta entonces, en
toda la Revolución, y la más importante, en términos militares, de la
lucha contra el antiguo régimen. Los villistas tuvieron más de 2 mil
muertos y otros tantos heridos. Los federales contarían más de 12 mil
bajas entre muertos, heridos y prisioneros. Se trató de una verdadera
batalla de posiciones librada contra un enemigo fogueado, conducido por
jefes capaces y celosos de su deber, que, dejó numerosas lecciones que
los revolucionarios supieron aprovechar.
Una primera observación de carácter militar muestra que Pancho Villa
era capaz de movilizar grandes contingentes con pesada impedimenta con
rapidez y sigilo, como movía antaño a sus ágiles columnas guerrilleras.
De la misma manera, se apreció la capacidad de los jefes de los
generales que mandaban las brigadas que conformaban la División para
coordinar sus movimientos y responder adecuadamente a las instrucciones
del cuartel general.
Es decir, que en estos días hace 100 años, los rancheros, arrieros, vaqueros y peones de campo; los bandoleros y los
agitadores profesionales; los trabajadores del ferrocarril y de las minas; los maestros rurales, tenedores de libros, los hermanos menores del presidente asesinado y alguno que otro técnico militar derrotaron al ejército federal en el terreno, las formas y las circunstancias que los militares de profesión habían elegido para contener el vendaval revolucionario.
En vano: la dictadura militar que pretendía prolongar los peores
aspectos del porfiriato (aquellos que lo hacían un régimen autoritario y
entreguista) recibió ahí, en La Laguna, un golpe mortal que resultaría
irreversible.
Twitter: @salme_villista

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