El líder del sindicato petrolero, Carlos Romero Deschamps, durante un mitin de EPN en Veracruz. Foto: Miguel Dimayuga |
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Allí están. Allí siguen. Pese a las reformas aprobadas
y los cambios prometidos. Los “grandes” líderes sindicales de México.
Caciques, depredadores, dictadores, el club de la eternidad. Como los
describe Francisco Cruz Jiménez en su nuevo libro, Los amos de la mafia
sindical, son producto de una relación perversa con el poder que les ha
permitido forjar una gerontocracia sindical antidemocrática. Producto de
una anuencia gubernamental que les ha permitido erigirse en centros de
veto ante cualquier intento por circunscribir sus “derechos adquiridos”.
Emblemas de antiguo régimen que no aceptan la crítica, no representan a
sus representados, no se guían por principios sino por intereses.
Contra ellos sólo queda la muerte o la cárcel.
Su éxito radica en
la capacidad para mostrar lealtad y docilidad al presidente en turno. En
su propensión a complacer a empresarios y contener a los trabajadores.
En su poder para convertir a gremios enteros en ejércitos cautivos y
temerosos. En su capacidad para utilizar todo tipo de artimañas, como la
cláusula de exclusión, la lista negra y la manipulación de los
estatutos para autorizar su reelección “por esta única vez”. Para
erigirse en líderes vitalicios, a perpetuidad. Encumbrados, poderosos,
acaudalados, impunes. Y a cambio, el gobierno cierra los ojos y se lava
las manos. Les mantiene sus prebendas, les permite engordar sus cuentas
bancarias, les provee casas y departamentos en Miami o San Diego.
Allí
están. Allí siguen. Enquistados en casi todos los sectores,
reproducidos fielmente en los estados. Víctor Flores Morales, Francisco
Hernández Júarez, Juan Díaz de la Torre, Napoleón Gómez Urrutia, Joel
Ayala Almeida, Carlos Romero Deschamps, Joaquín Gamboa Pascoe, Víctor
Fuentes del Villar. Siguiendo fielmente las lecciones de sus
predecesores, como Fidel Velázquez, Leonardo Rodríguez Alcaine, Luis
Napoleón Morones. Longevos, reelectos, inamovibles. Muchos de ellos con
más de 30 años en el poder. Muchos de ellos con vidas lujosas, gustos
caros, privilegios desmedidos.
Como Joel Ayala, líder de los
burócratas federales –a través de la Federación de Sindicatos de
Trabajadores al Servicio del Estado–, quien vive obsesionado con los
caballos de pura sangre. Quien ha acumulado una fortuna mayor a los 15
millones de dólares. Quien ha ocupado su cargo desde 1977, con mano
férrea. Quien ha sido diputado federal dos veces y senador en tres
ocasiones. O el caso de Joaquín Gamboa Pascoe, el líder sindical que
celebró su ascenso al Congreso del Trabajo con un reloj de producción
limitada en oro amarillo valuado en 70 mil dólares. Personajes –todos–
asociados con la corrupción. Con la negociación de derechos sindicales.
Con el uso clientelar de cargos públicos. Con la consolidación de una
oligarquía sindical mexicana.
Y lo peor es que pocos cuestionan,
airean, critican, someten a escrutinio a los eternizados en el cargo. La
sociedad mexicana asume a la gerontocracia rapaz como un hecho
folclórico e incambiable del escenario político nacional. Por ello sus
miembros pueden seguir eternizados en el cargo. Aguantan los
periodicazos, aguantan la humillación, aguantan los escándalos, aguantan
el descrédito, mientras se comportan como los peores enemigos de sus
agremiados. Los trabajadores son una vaca a la cual ordeñar, la
autonomía sindical es un cheque en blanco para robar.
Víctor
Flores usa un reloj de 50 mil dólares en la mano derecha. Napoleón Gómez
Urrutia construyó una casa en la punta del Cerro del Tepozteco valuada
en 4 millones de dólares. Luis N. Morones usaba piedras preciosas en
cada dedo de una mano. Carlos Romero Deschamps posee una “casita” en
Cancún con un valor cercano al millón y medio de dólares. Mientras los
trabajadores ganan 300 pesos al día. Mientras en 2011 el dirigente del
sindicato petrolero recibió 282 millones de pesos por concepto de
“ayudas al comité ejecutivo” del sindicato y 200 millones provenientes
de cuotas sindicales.
Hoy la retórica oficial reza: “Mover a
México al lugar que se merece”. ¿Pero cómo lograrlo si no se mueve de su
lugar a ninguno de los jerarcas sindicales? ¿Si las reformas auguradas o
pactadas prometen “proteger los derechos de los trabajadores”, o sea de
quienes los expolian? ¿Si la reforma energética no contempla lidiar con
Carlos Romero Deschamps, el autor de una maloliente historia de oscuras
maquinaciones, dudosos negocios, tráfico de influencias y riqueza mal
habida? ¿Si a través del sindicato le ha dado cobijo a hermanos, primos,
cuñados, sobrinos y cuates? ¿Si aún no queda esclarecido el escándalo
de los 500 millones de pesos que Pemex le prestó al sindicato y hasta la
fecha sus agremiados no saben dónde quedaron? ¿Si nadie ha sido
sancionado por el desvío de recursos multimillonarios de Pemex para
apoyar la candidatura presidencial de Francisco Labastida? ¿Si la
impunidad y el fuero protegen a Romero Deschamps adondequiera que va?
De
allí la importancia de denunciarlo. De allí el imperativo de recordar a
cada mexicano interesado en la reforma energética que Romero Deschamps
administró de 2007 a 2010 unos 685 mil pesos diarios –poco menos de 30
mil pesos por hora– y nadie sabe cómo y para quién. Mientras tanto, el
gobierno de Enrique Peña Nieto guarda silencio. Pemex guarda silencio.
El sindicato guarda silencio. Y Paulina Deschamps exhibe en su cuenta de
Facebook sus viajes por el mundo en aviones privados, sus paseos en
yates, sus bolsas Hermes de 12 mil dólares. Y Carlos Romero Deschamps
argumenta “estar tranquilo y con las manos limpias”. Y así sigue
viviendo la sagrada familia de líderes sindicales mexicanos.
Escribiendo, día tras día, historias de mafias y mafiosos.
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