jueves, 28 de octubre de 2010

In Memoriam a Alfonso Trejo González

No hay teléfono en el cielo
Columna: Déjame que te cuente…

Por Sergio M. Trejo González

Este 30 de octubre, cumpliría 55 años de vida mi querido hermano Alfonso, quien partiera de este mundo un 13 de enero del año 2007… Han transcurrido 3 años con 9 meses y 17 días de aquella fría madrugada de un sábado terrible; aunque dicen que el tiempo cura todo, para quienes le queremos continúa doliendo esa partida. Parece que el reloj se hubiese congelado entre las notas de aquel mariachi que cantaba: “A donde ira veloz y fatigada la golondrina que de aquí se va…” el tiempo es así, transcurre despacito para aquellos que esperan, resulta demasiado rápido para aquellos que temen; es demasiado corto para aquellos que celebran, pero demasiado largo para aquellos que sufren.
Alfonso, invade nuestra esencia en cada uno de los aconteceres que se han desarrollado durante su ausencia: la boda de Viridiana, el nacimiento de mi nieto Humberto, el casamiento de Aixa; no se ignora el fallecimiento de Carlos nuestro cuñado, ni el enlace del sobrino Tiberio. Un divorcio por ahí y otro par de amigos que ya le acompañan. Un recuento de sucesos anticipado la parte de novedades, que algún rato estaremos rindiendo, corregido y aumentado… Duele, la ausencia de su figura produce sufrimiento que no se cura. No existe bálsamo para estas heridas. El luto del alma parece tener substancia desde ese pequeño altar que en su memoria se estableció en la casa familiar, donde mi madre frente a una fotografía provee de cirios y flores que despiden aroma y luz.
Muchos días como hoy, 30 de octubre, celebramos su aniversario entre risas, canciones y poemas y anécdotas. Charlas cargadas de entusiasmo y reiterados brindis por el placer de reunirnos. Eso era suficiente para significar que estábamos complacidos con esta vida, hasta que Alfonso dejó de sernos tangible. Se fue a la dimensión desconocida, al espacio, al punto neutro, al vuelo cósmico, al sueño, al regazo donde descansa la utopía, a las praderas del Gran Manitú o como se llame ese lugar donde nuestro padre nos espera… a ese cielo a donde van las almas.
Celebramos ahora el cumpleaños de Alfonso de manera diferente, en ocasiones acompañados por amigos que comprenden este sentimiento o en el silencio de un brindis reservado y taciturno que a manera de homenaje sirva para consuelo del espíritu que se rebela a esta realidad; porque quienes creemos en cosas abstractas, oníricas y cuánticas mi hermano continúa vivo. Lo presentimos en el aire, lo escuchamos en el retiro, lo percibimos en nuestra entelequia. Imágenes de la simbiosis fraternal en los domicilios que tuvimos cuando niños, cuando rodamos alquilando vivienda, por la calle Allende, luego por la Peña, hasta llegar a la Guillermo Prieto, en el barrio de Cruz Verde, donde tuvimos un hogar en todos los sentidos. En todos esos lugares dejaste huella profunda con tus ocurrencias de buen corazón, de persona sana, con tu espíritu de protección y solidaridad familiar.
Era chingón para todo. Un artesano para la elaboración de artefactos. Un maestro en la competencia. Así creció y así vivió, hábil y práctico. De niño fabricaba pandorgas y manejaba con destreza el trompo, los baleros, y las canicas; de adolescente maniobraba prestidigitadoramente la baraja, el dominó y el cubilete, lo mismo que el taco de billar; de adulto conducía camiones de pasaje y administraba sus ganancias de manera asombrosa. Tanto en los juegos como en los negocios sabía llevar bien sus cuentas. Su vida fue de ministerios limpios y lícitos que despertaban admiración y respeto, envidias y rivalidades. Todavía me acuerdo del nombre de aquellos que nunca cumplieron su parte del alquiler de vehículos, de venta de terrenos y de préstamos. Ahí andan, arrastrando su vida. “Para eso sirven”, diría mi hermano. Recuerdo las cantidades y las circunstancias con las que huyeron prácticamente tantos vivales. Los he mirado regresar ahora, peor de cómo salieron. Saludo, también, por ahí a sus verdaderos amigos, algunos lo recuerdan de cuando se les desbielaba un motor, cuando necesitaban un diferencial o no encontraban un engrane, un cigüeñal o una llanta. Era, Alfonso, una especie de proveedor de refacciones y piezas para damnificados del negocio de transporte.
Tantos detalles que van aconteciendo en esta temporada de ausencia de mi hermano. Tantas pinceladas de la naturaleza humana, lo increíble se hace realidad y la realidad resulta increíble, tanto que a veces la percepción del mundo satura nuestro estoicismo. La memoria no alcanza, se rebaza con el pensamiento cualquier distancia y se carece del tiempo; porque la nostalgia nos lleva a vivir en el pasado, en esa especie de múltiples presentes eternos que a manera de espejos confunden el hoy con los ayeres. Quiera uno que los sueños, donde aparecen quienes ya no están, fueran la realidad o que todo el escenario existente se conservara inalterable, pero la estática no funciona en todas las cosas y menos en las personas. Aquí todo pasa, todo se transforma; sin embargo algo que guardo de mi hermano, es una cifra. Conservo todavía ese 92424 61179, el número de su celular permanece en mi aparato citológico: He cambiado el modelo pero continúo conservando el chip donde permanecen esos dígitos, no quiero eliminarlos. Quizá cuando Dios se acuerde, si es su voluntad, permita a mi querido hermano, por esa misma línea, comunicarme que ya… Que deje a un lado mis endechas tristes para que le vaya a declamar otra vez algún verso de aquellos, o los que en estos años he memorizado. Quizá me pida unas décimas sublimes que me encontré después de su retirada. Las modifiqué. Tú sabes hermano, me gusta hacer lo que me gusta de manera propia, íntima. Lo aprendí y quiero parafrasearlas en tu cumpleaños, este 30 de octubre, a tu memoria: … Señor, hoy por la mañana, el celular levanté, una llamada intenté, con pretensiones muy sanas. De escuchar tenía yo ganas, a mi hermano con anhelo. Más, para mi desconsuelo, como si fuera monserga una voz me dijo: “Cuelga, no hay teléfono en el cielo”. Aun así seguí insistiendo, no me quería yo rendir, deseaba a mi hermano oir, quería escucharlo sonriendo. Pensar que estaría sufriendo, me llenaba de recelo, quería tener el consuelo de oir de nuevo voz, pero solo se escuchó: “No hay teléfono en el cielo”. Nunca logré mi llamado, me pase todito el día pensando que escucharía, la voz de mi hermano amado. Bastante desconsolado, del mismo Dios sentí celo, se lo llevó de este suelo para tenerlo en su vera, y aunque llamarlo quisiera, no hay teléfono en el cielo. Vivir en esa ilusión o insistir en esa vía, todo es pura fantasía si no hay comunicación, por llevarle una oración, quisiera elevar mi vuelo, y a quien lo llevó le ruego que lo tome de su mano, ya que llamarlo es en vano… No hay teléfono en el cielo.

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