30 dic '14
Informe Rojo
Por Mussio Cárdenas
Arellano
* La amenaza del gobierno doblegó a sus líderes * La amenaza
de cárcel pudo más * Les faltó base social.
Lo vinieron a entender 24 días después, en sus manos la
presa Yuribia que surte de agua a Coatzacoalcos, Minatitlán y Cosoleacaque, en
ascuas medio millón de habitantes en la zona sur que no son culpables de su
desgracia, trastocada su vida, la de los centros escolares, el área de salud y
toda actividad.
Genuinas sus demandas, condenable el olvido oficial, los
ejidatarios de Tatahuicapan esgrimieron siempre que del gobierno de Veracruz
sólo recibieron promesas huecas, incumplimiento, alardes demagógicos, obras
desechas al primer temporal, carreteras destrozadas, puentes caídos, cero
reforestación en las áreas cercanas a los afluentes que dan vida a la presa
Yuribia y pagos de los sistemas municipales de agua que nunca llegaron o que
llegaron a jalones y estirones.
Su lucha, pues, estaba justificada. Sus métodos no.
Provocaron la peor crisis de agua de los últimos treinta
años cuando bloquearon las válvulas, se apoderaron de la presa y cancelaron el
suministro, el 4 de diciembre. Ese día marcaron su destino.
Reyes en su feudo, se les vio insultar, agraviar, liarse a golpes,
someter y aplastar a la autoridad. Se habían concentrado en la asamblea que se
realizaba en la Casa Ejidal. Tatahuicapan y la sierra de Soteapan entera sabían
lo que significaba ese momento, tenso el ánimo, la ira al borde.
Cuando tomó la palabra el operador de la Secretaría de
Gobierno, José Luis Utrera Alcázar, estalló el conflicto. Utrera los agravió.
Dijo que Tatahuicapan tiene una población de 20 mil habitantes y que ahí no
habían ni 600. Encendió los ánimos. Lo bajaron a mentadas. Lo jaloneaban. Lo
llevaron a la presa Yuribia. Lo hicieron pedir perdón.
Enfrentados, los tatahuis se liaban a golpes, unos a favor
de suscribir un nuevo acuerdo con el gobierno estatal y así garantizar el agua
a los tres municipios, y otros por la cancelación del suministro.
Ahí se veía al alcalde de Coatzacoalcos, Joaquín Caballero
Rosiñol, saliendo entre reclamos airados, la gente violenta —¿pueblos
hermanos?—, a punto de ser linchado. Y apenas abordó su camioneta, cayó una
lluvia de piedras, destrozado el medallón del auto mientras se pudo alejar.
Joaquín Caballero regresó y anunció la puesta en
funcionamiento de los pozos de alivio, perforados durante los ocho meses que
duró la tregua con los tatahuis. Tendrían que haber funcionado los 30 pozos
pero lo hicieron 14. Paulatinamente se fue incrementando el abasto.
Enfrentó entonces el reclamo de una población que demandaba
agua, que se quejaba porque las pipas no abastecían con puntualidad, que
advertía que el agua tenía sabor a sal y que provoca enfermedades en la piel.
Inédito el escenario, hizo crisis el viernes 26 cuando un
grupo de manifestantes llegó a los bajos del palacio municipal y reclamó la
falta de suministro, pero de pronto trató de ingresar al anexo del inmueble,
donde el sábado 27 se realizaría el primer informe de actividades del alcalde.
Fueron repelidos por un grupo porril, comandado por el operador marcelista
Miguel Antonio Wong Ramos. De ambos lados hubo reclamo, jalones, golpes volados
y puntapiés.
Arrojó la gresca un herido y varios golpeados del bando de
los manifestantes. Acusaban al alcalde de represor, a la vista el puño. Joaquín
Caballero evitaba así que le tomaran el palacio municipal y lo dejaran sin
escenario para su informe.
Un día después, el sábado 27, el alcalde dijo en su informe
que la toma del Yuribia obedecía a razones políticas y que “por la cerrazón de
unos cuantos permanece cerrada”. Pidió a los tatahuis enumerar los agravios
para que fueran subsanados.
Bajo el agua, la negociación seguía. Entre lunes y martes,
22 y 23 de diciembre, los tatahuis fueron advertidos que las denuncias
interpuestas en su contra los llevarían irremediablemente a la cárcel.
Conocieron detalles jurídicos: por la cuantía del daño
provocado a las tres poblaciones, por el gasto ocasionados a los ayuntamientos
—renta de pipas, renta de vehículos, compra de tinacos y cisternas, salarios— y
por la afectación a la presa y a las líneas de conducción, ni un amparo los
salvaría.
Por el número de implicados en la toma del Yuribia, la
garantía que exigiría un juez federal para otorgar el amparo, sería de 3
millones de pesos.
Seguía la negociación. Comenzaba a enrarecerse el ambiente
entre el Santa Martha y el San Martín. Sopesaban los líderes campesinos la
conveniencia proseguir con la toma de la presa. Les inquietaban las
consecuencias legales.
Operadores del alcalde Joaquín Caballero intensificaban la
presión. A lo largo de ocho meses, de marzo a noviembre, entregaron 12 millones
de pesos para ser aterrizados en Tatahuicapan y para amansar a los sectores
radicales. Se sabe el origen pero no el destino de ese dinero.
Se doblegaron los tatahuis el domingo 28, Día de los
Inocentes. Sesionó el grupo ejidal. Excluyeron al alcalde y al líder más
emblemático de la sierra, Esteban Bautista. Los audios de la reunión traslucen
el temor. En ellos se advierte la amenaza del gobierno duartista. Quienes
llevan el mando se niegan a seguir adelante.
Hay voces que disienten. Les explican que el gobierno les
dio como plazo hasta la medianoche de ese domingo 28. O cedían o enfrentaban
las órdenes de aprehensión. Nuevas voces plantean que pueden encarar al
gobierno. ¿A pedradas?, les preguntan.
De ahí salió el acuerdo. Incluye la extinción de las órdenes
de aprehensión y de toda persecución legal; el uso de sólo el 40 por ciento del
torrente del Yuribia para Coatzacoalcos; un hospital con todos los servicios, y
las obras pendientes de realizar en la sierra.
Tiene algo de absurdo el acuerdo con el gobierno de
Veracruz. Su vigencia es de ocho meses más. En ocho meses habrá que revisarlo.
¿Qué sucederá entonces? Si las condiciones no les favorecen, ¿no lo renovarán?
Y de ser así, ¿bloquearán de nuevo el Yurivia? ¿Enfrentarán de nuevo a
denuncias penales, las órdenes de aprehensión, el riesgo de ir a la cárcel?
La amenaza pudo más que la causa social. El 4 de diciembre,
los tatahuis mostraron el puño frente a los alcaldes de Coatzacoalcos y
Minatitlán. Insultaban, amenazaban. Al operador del la Secretaría de Gobierno,
“Supermán” José Luis Utrera, lo hicieron pedir perdón. Gozaron de sus excesos.
Dejaron sin agua a medio millón de habitantes que no tenían culpa de las
promesas incumplidas del gobierno.
Veinticuatro días después, cerca de la fecha límite, pudo
más la amenaza del gobierno, las órdenes de aprehensión, el riesgo de ir a la
cárcel.
Se quebraron los tatahuis. Les faltó base social, pueblo que
respaldara a sus líderes, movimiento que sacudiera las entrañas de la sierra.
Simplemente se quebraron los tatahuis.
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