Esa madrugada del miércoles pasado el sicario ya había bebido los suficientes mezcales para comenzar a fantochear.
|
Domingo, 2 de noviembre de 2014
—"Nos los llevamos a
la "Cueva del Diablo". Matamos a los más bravos y a los otros los
tenemos ahí" —balbuceó frente a sus compañeros, un grupo de tipos de
mala pinta. Hablaba de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa.
En la mesa de al lado, un cliente
solitario aguzó el oído para agarrar todos los detalles del relato.
Había mucho que escuchar: La lengua se le había soltado al matón a
sueldo en esa cantina de poca monta de Iguala, donde más de uno sabe que
es de sentido común callar para mantener la cabeza pegada a los
hombros, aún ahora, con la ciudad tomada por los federales.
Pero nuestro sujeto,
aceitado por los mezcales, descartó toda regla de discreción. O dijo lo
que sabía, o comenzó a imaginar cosas.
—"Los subimos a dos camiones
de pescado y luego nos los llevamos en lanchas por el Balsas. Tenemos
vivos a la mitad, en la cueva" —contó. Sus compañeros escuchaban
atentos.
El sicario, o quien
quiera que fuera, decía trabajar para "Los Guerreros Unidos". No era —y
quedaba muy claro— un tipo prudente, menos con la guerra que se ha
desatado con "Los Rojos" y con agentes de inteligencia por todos lados.
Vaya, medio Cisen se encuentra en el estado. Pero con solo una botella encima acababa de soltar la sopa a sus amigos de farra.
Dio varios detalles:
la noche del 26 de septiembre balearon a tres en Iguala y luego tomaron
camino hasta la presa El Caracol de madrugada, en una carretera que
serpentea entre la montaña y que termina casi junto al agua.
Después de
transportarlos en lanchas río abajo, a los muchachos se les había hecho
marchar en fila india en la selva. No todos llegaron. Algunos murieron
asesinados en el camino, sus cuerpos fueron lanzados por la borda.
El relato seguía con más
detalles. La cueva en la que los tenían retenidos estaba a una hora y
media en barco de Acatlán, en una localidad conocida como Acatlancillo,
cerca de una cascada sin nombre. Más de la mitad de los normalistas
seguían ahí, atrapados, bajo la custodia de una recua de narcos.
—"Están vivos" —insistió el sicario.
Y así, de súbito, el
secreto mejor guardado de México se ventilaba en un bar, escapándosele a
un tipo con tragos de más. A unos metros, en la mesa contigua, el
cliente de oídos agudos, que en realidad era un policía comunitario de
la Unión Popular de Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg), dio
las gracias a la mesera, pagó su trago y regresó a su campamento con la
primicia.
En la búsqueda de los 43
estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, un misterio que ha desafiado
al Estado mexicano y al gobierno federal durante más cuatro semanas,
había un nuevo, aunque poco probable y hasta disparatado rastro.
Pero la desesperación
lleva a buscar en donde sea. A las fosas de Iguala, las de Cocula y los
huesos sumergidos en el río San Juan se añadía la pista más extraña
hasta el momento.
Invención o no, el
relato fantástico fue tomado en serio en varios niveles, incluidos los
oficiales. Abría la posibilidad de hallar con vida a estudiantes que
hasta entonces habían sido buscados en pretérito, solo en fosas. Se
trataba de algo tan sencillo como esperanza, de aquello que si no existe
es reemplazado por la muerte, según define el antropólogo Michael
Taussig.
“Sin la esperanza lo que
queda es la muerte. La muerte del espíritu. La muerte de la vida, donde
ya no hay sentido de regeneración o renovación”, sostiene.
Está muriendo de hambre
La Upoeg lleva un mes de
trabajos casi heroicos. No vuelven a casa desde septiembre. Nadie les
paga y tienen que racionar la gasolina. De día mal comen y de noche,
cuando pueden, duermen en un campamento en el zócalo de Iguala.
Son como sabuesos
alocados: andan por brechas y sierras donde nadie en su sano juicio se
metería y en ese trajín han descubierto varias fosas con cuerpos. Han
sido más eficientes que muchos criminalistas entrenados.
Pero comienzan a sufrir
el desgaste de la búsqueda. Su ropa se ve sucia. Sus vehículos lucen más
destartalados y polvosos de lo habitual, que ya es decir mucho.
Encima, varias esposas
están sumamente molestas por la larga ausencia de sus hombres, que hace
cuatro semanas se fueron a tratar de encontrar a los jovencitos de
Ayotzi armados de machetes e imbuidos de un primordial sentido de
justicia.
“Mi esposa me regañó el
otro día, que cómo es que dejaba a mi familia, que me ponía en riesgo,
que los ponía en peligro y yo le dije ‘¿y a la familia de esos chicos,
qué? ¿A ellos quién los ayuda a encontrar a sus hijos?’”, dice Lucas
Pita, un igualteco que dejó todo por ir a la búsqueda de los
normalistas.
Es una opinión
ampliamente extendida entre sus compañeros. “Vamos a encontrarlos
vivos”, promete Crisóforo García, uno de los comandantes.
Pero no han encontrado
nada. O lo que han hallado —en las fosas de Iguala—, aún no ha sido
plenamente identificado. En tanto, con el paso de los días las
provisiones ya comenzaron a escasear.
“Ojalá nos comiencen a
apoyar los empresarios con gasolina. Es muy difícil trasladarnos de una
comunidad a otra todos los días”, sostiene Lino Ponce, asistente de
Bruno Plácido, líder y creador de la policía comunitaria guerrerense,
que desde hace casi dos años mantiene su propia guerra contra la
delincuencia organizada en varios municipios de Guerrero.
Desde que se
involucraron en el caso de los normalistas de Ayotzinapa, los
comunitarios de la Upoeg andan a la caza de pistas donde puedan
encontrarlas, como todos unos detectives tropicales.
Cualquier dicho,
cualquier rumor, es digno de ser revisado. Una fosa en el cerro: hay que
ir. Una casa de seguridad en el pueblo: hay que revisarlo. Ropa en la
montaña: puede ser de los chicos.
“A estas alturas hay que
descartar toda posibilidad”, dice don Migue, uno de los líderes de la
columna estacionada en Iguala, donde han establecido una base de
operaciones. Se trata de un campamento de casas de campaña al que a
diario llegan datos y versiones.
Fue así como esta semana
les llegó el rumor de la "Cueva del Diablo" y una misión se organizó al
Nuevo Balsas, en uno de los confines más remotos de Guerrero, en la
presa de El Caracol.
El dato les resultó tan
interesante que los comunitarios se acercaron a la Gendarmería, que por
estos días ya está en Guerrero, con una petición:
-¿No prestan algunos hombres y helicópteros para ir a la cueva?
La Policía Federal, tan hambrienta y desesperada por encontrar pistas como la Upoeg dijo "sí".
¿Qué tiene que ver el diablo?
Muchos lugares tienen su
"Cueva del diablo". Son sitios que se prestan al mito y que
generalmente involucran a un demonio que habita en su interior, donde
lleva almas robadas.
Una interpretación
antropológica dicta que la caverna inconscientemente es asociada con una
entrada al inframundo y, por ende, con la maldad. De ahí la replicación
del mito en varios estados y países. En Iztapalapa hay una. En
Mazatlán, otra. En Veracruz hay al menos dos. Alemania tiene la suya.
Hay en Florida, Bulgaria, Brasil, Japón y Australia.
En Guerrero hay dos. La
que nos atañe y que de alguna manera se filtró al tema Ayotzinapa, se
encuentra cerca de Nuevo Balsas, a unos 30 kilómetros de Cocula, donde
la Procuraduría General de la República realiza peritajes en un tiradero
a cielo abierto y en el río San Juan. En ambos han sido hallados restos
óseos y osamentas.
El jueves pasado, eran
las 12 del día y una larga columna de gendarmes y comunitarios esperaba
en el embarcadero de Nuevo Balsas a que un helicóptero Blackhawk
terminara las labores de reconocimiento en el área circundante a la
"Cueva del Diablo".
Los federales iban armados hasta los dientes. La Upoeg llevaba varas y machetes.
Formados junto a los
botes, los gendarmes escucharon la advertencia de su comandante. “Hay
que estar precavidos”, les dijo. “No hay condiciones en esa zona. Hay
mucho plantío de mariguana y amapola”.
En un mapa, los
federales trazaron las siguientes coordenadas: latitud 17 grados, 55
minutos, cero segundos norte por longitud 99 grados, 58 minutos y 30
segundos oeste.
"La Cueva del Diablo" estaba trazada en un punto rojo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario