domingo, 20 de abril de 2014

“Cuatro meses estuve secuestrada”



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•Los malandros pidieron 12 millones de pesos de rescate y regatearon a 10 millones
•Los sicarios presionaron a la familia cortando 3 dedos de la mano izquierda a la señora de 65 años
•La levantaron luego de escuchar misa, al salir de la iglesia, un domingo al mediodía


Luis Velázquez/Primera parte
 
Veracruz. 20 de abril de 2014.- “Cuatro meses, 120 días, las noches más largas de mi vida, permanecí secuestrada. Con los ojos vendados. Y en donde perdí la noción del tiempo.

120 días y 120 noches estuve vestida con la misma blusa y la misma falda con que los malosos me levantaron un domingo al mediodía, saliendo de la iglesia, luego de escuchar misa y confesar de rodillas ante el sacerdote los pecados que una mujer de 65 años, viuda como yo, pudiera cometer.
Los malandros fueron, digamos, generosos. Desde un principio me pusieron a una mujer, a quien solo conocí por su voz y sus pasos, para darme de desayunar y comer, permitiéndome bañarme una voz a la semana.
Varios días después supe lo que yo valía para los secuestradores: doce millones de pesos que pidieron a mis hijos. Y por eso mismo hasta las medicinas que tomo para la presión y la depre me compraban y que, incluso, fueron cargando a la cuenta del rescate, según llegó a confiarme la señora que me cuidaba.
Aquel mediodía cuando me secuestraron saliendo de la iglesia, camino a mi casa, supe que ya me tenían investigada, porque se fueron derechito contra mí. Luego lo confirmé cuando me dijeron del millonario rescate.
Sabían ellos que una semana antes había vendido un terreno en 7 millones de pesos. Y como vivo en una casita que mi esposo me dejó y vale unos 3, 4 millones, por eso pidieron los 12 millones de pesos de rescate.
Y como mi familia siempre dijo que era mucho dinero, los malosos  presionaron a mis hijos. Y los presionaron de la siguiente manera:
A los 15 días del secuestro, me cortaron un dedo de la mano izquierda y lo enviaron en una cajita de dulces envuelta para regalo y que depositaron afuera de la iglesia, cerca de las urnas, a las 12 de la noche, como un mensaje irrefutable para sembrar el terror y el miedo en mi familia.
Al mes, me cortaron otro dedo, ahora de la mano derecha, y en otra cajita de dulces la escondieron a medianoche debajo de un puente en el puerto jarocho para que ahí uno de mis hijos fuera por el mensaje. En el dedo incrustaron el anillo de matrimonio que desde mi boda con mi esposo difunto siempre traje, porque tal es el destino de una mujer casada.
Dos meses después me cortaron el tercer dedo, otra vez de la mano izquierda, y aun cuando mi familia había dispuesto del dinero de la venta del terreno pues arrastraban deudas, y se quejaban de haber vendido todo para juntar 8, 9 millones, los malosos se mantuvieron firmes. Mínimo, 10 millones, dijeron.
El tercer dedo lo pusieron en otra cajita de dulces a la puerta de la casa de mi hija, a la que hablaron en la madrugada.
No obstante, les agradezco que un médico me anestesió para cortarme los tres dedos. Lo llevaron a la casa de seguridad donde me tenían. Con los ojos vendados, escuché la plática y las bromas entre el doctor y la señora de guardia, con lo que supuse eran amigos, conocidos.
Cuatro meses después, una mañana, hacia el mediodía quizá, la señora me avisó que sería dejada en libertad, porque mi familia había pagado el rescate. Diez millones de pesos. Todos, en billetes de mil pesos, nuevecitos, amarrados con ligas, con el sello del banco, y que los malosos, desconfiados como son, fueron contando uno por uno.
 
 “A MEDIANOCHE ME TIRARON EN DESPOBLADO”

 Me levantaron en la ciudad de Veracruz. Y cuando en la tarde aquella me treparon, vendada, a una camioneta, primero sentí que dimos vueltas en la ciudad para despistarme, y luego, agarramos camino a la autopista.
Y durante una, dos, tres horas, quizá, según calculé, el chofer de la camioneta siguió manejando, sin que nadie pronunciara una palabra. Ni el chofer ni el copiloto, los únicos que me custodiaban. Yo, sentada atrás con el sicario a un lado.
En Perote, luego supe, se detuvieron en las goteras de la ciudad. Era la medianoche. Hacía mucho frío. Y con la misma blusita y la faldita, me quitaron las chanclas que me dieron durante el cautiverio y me bajaron de la camioneta. En despoblado.
Con los pies descalzos caminando a orilla de carretera para orientarme hacia el pueblo, sentí que las plantas de los pies se me abrían. Y más, porque ni un abrigo me dieron. Ni un sarape. Nada para taparme.
Flaca, casi los puros huesitos, sentí como un temblor en el estómago. Era el mismo que durante los 4 meses fue mi compañero. El olor del miedo y el temor. Más aún, el olor y el color de la muerte.
 
 “¡TENGA PIEDAD DE MÍ!”

 En medio de la noche, me fui caminando a la orilla del camino. Sentí heridas en la planta de los pies. Toqué en la primera casa que vi y nadie contestó. Toqué en la segunda y en la tercera y tampoco nadie abrió la puerta, temerosos quizá de un asalto.
Minutos después pude llegar al centro de Perote, por donde pasa la carretera. Por fortuna, el restaurante estaba abierto. Vi los ojos del mesero y habría pensado que era una loquita, una enferma mental que pedía un café, un pan.
Les dije, casi llorando: Estuve secuestrada. Me acaban de soltar. ¡Tenga piedad de mí!
El mesero dudó. Y buscó al jefe de la noche. Y por fortuna, gracias a Dios, se apiadaron de mí. Me dieron un café. Me ofrecieron un abrigo, un sarape. Me prestaron el teléfono para hablar a mis hijos.
El mesero y su jefe se compadecieron tanto de mis 65 años que esperaron hasta la madrugada a que llegaran mis hijos. Y me dieron de cenar. Incluso, me ofrecieron su cama tibia y calientita, con unos sarapes gruesos, casi cobertores. Y por el cansancio, el miedo, me quedé dormida hasta que el abrazo y un beso de mi hija me despertó. Fue entonces cuando por vez primera en 120 días me puse a llorar, porque mi esposo así me enseñó a enfrentar las horas difíciles. Con los nervios de acero. Ya luego, me decía, habrá tiempo para el consuelo”. (Tomado de El Piñero de la Cuenca).

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