Con la medida se
quebrantarían el poder de traficantes como Lola la Chata, quien
despertaba especial tirria entre los médicos y era la principal
distribuidora de aquellos tiempos (Foto: Hemeroteca/ELUNIVERSAL)
El entonces Presidente Lázaro Cárdenas legalizó las drogas el 17
de febrero de 1940, pero por presiones de EU las prohibió de nuevo el 7
de junio
Cuando las drogas se legalizaron en México, Lola la Chata se puso rabiosa.
Desde principios del siglo XX había distribuido drogas en la ciudad de
México, pero la venta de “enervantes” por parte del gobierno a precios
de mercado puso al negocio en jaque. A los dos días de que abrieron los
dispensarios para repartir heroína, los viciosos dejaron de surtirse con
ella.
Lola no pudo más que ofrecer un piloncito a los clientes leales, pero
no fue suficiente. Entonces bajó los precios. Qué más daba sacrificar
un poco de ganancias. Pero el negocio seguía por los suelos. Fue así
como empezó a amenazarlos. En actos desesperados perseguía a los
viciosos por la calle, les decía que los mandaría golpear, los mataría
si no se surtían con ella. Nada parecía tener efecto.
Luego de años de trabajo, experimentos científicos, reuniones con
abogados, policías y grupos moralistas, algunos médicos del Departamento
de Salud lograron convencer al presidente de que la mejor manera de
terminar con el mal de la “toxicomanía” era legalizar. Debían establecer
un monopolio estatal sobre la distribución de drogas y tratar a los
toxicómanos como enfermos, “un mal necesario de nuestra civilización.”
Así, el 17 de febrero de 1940, el gobierno de Lázaro
Cárdenas publicó un nuevo Reglamento Federal de Toxicomanías del
Departamento de Salubridad Pública, en el Diario Oficial. La exposición
de motivos de la ley era muy elocuente:
“Considerando... Que la práctica ha demostrado que la denuncia [de la
‘toxicomanía’ y el ‘tráfico de drogas enervantes’] sólo se contrae a un
pequeño número de viciosos y a los traficantes en corta escala, quienes
por carecer de suficientes recursos no logran asegurar su impunidad;
Que la persecución de los viciosos que se hace conforme al reglamento de
1931 es contraria al concepto de justicia que
actualmente priva, toda vez que debe conceptuarse al vicioso más como
enfermo al que hay que atender y curar, que como verdadero delincuente
que debe sufrir una pena; Que por falta de recursos económicos del
Estado, no ha sido posible hasta la fecha seguir procedimientos
curativos adecuados con todos los toxicómanos, ya que no ha sido
factible establecer el suficiente número de hospitales que se requiere
para su tratamiento; Que el único resultado obtenido con la aplicación
del referido reglamento de 1931, ha sido el del encarecimiento excesivo
de las drogas y hacer que por esa circunstancia obtengan grandes
provechos los traficantes...”
Iban por su dosis
En términos prácticos, el nuevo reglamento implicó arduos trabajos
para los médicos del Departamento de Salud. Por ejemplo, cerraron el
Hospital de Toxicómanos que estaba al ladito del hospital psiquiátrico
de La Castañeda porque era un centro de rehabilitación muy insuficiente,
y porque sabían que ya podrían seguir su vida normal, mientras
obtuvieran sus dosis de heroína, morfina o cocaína adecuadamente en los
dispensarios. Los mandaron a sus casa.
También dejaron ir a quienes enfrentaban algún cargo penal. Muerto el
supuesto de delito, se acabó la rabia. Al mismo tiempo, tuvieron que
abrir dispensarios para suministrar dosis diarias y levantar un padrón
de toxicómanos en las cárceles para mandarles sus ‘toquecitos’ .
Uno de los dispensarios más concurridos estaba en la calle de Sevilla
33. El espacio estaba lejos de ser lujoso. Era una pequeña pieza, donde
atendía y disponía el doctor Martínez, un médico experimentado,
sensible y diligente. Se hacía bola en jornadas de hasta 12 horas de
trabajo con sus dos ayudantes, la doctora Clotilde Oroci Bacien y el
joven doctor José Quevedo. Desfilaban toda clase de personas, 500
diarias en promedio.
En otros dispensarios, como el de la calle de Versalles que estaba un
poquito mejor puesto. En el de Sevilla, en cambio, había mecánicos,
carpinteros, albañiles, vagabundos y hasta uno que otro raterillo. La
doctora Oroci se impacientaba fácil. El trabajo era duro para tan poco
personal, pero el doctor Martínez no parecía compadecerse, quería todo
en orden, cada consulta al dedillo, cada cosa en su lugar. Se la pasaba
entre la atención a los enfermos y los regaños.
De repente, llegaba un paciente cojo todo desaliñado.
—Doctorcito, buenos días.
—Buenos días hijo, ¿cómo te sientes?
—Malo, muy malo...
El señor no terminaba de acomodar sus muletas al lado, cuando el
doctor ya tenía preparada la ampolleta del número 20 con 10 mililitros
de alcaloide. Le pedía el brazo y clavaba la aguja en la carne negrusca.
—¡El que sigue!
Mientras llegaba el siguiente echaba otro grito.
— ¡Echen afuera a los que ya se inyectaron! ¡Y cuiden de recogerles las fichas porque pueden doblar!
No estaban para despreciar dosis.
La doctora Oroci nomás refunfuñaba, porque para colmo de males los
periodistas en busca de la nota del día empezaron a llegar con su
bombardeo de preguntas.
En eso también llegó un muchachito de 16 años. Un chamaco imberbe. Se
acercó al doctor Martínez, se remangó la camisa y recibió su dosis. Al
periodista Miguel Gil se le estrujó el corazón. ¿Cómo era posible que un
muchachito tan joven fuera tan vicioso?, preguntó y recibió como
respuesta la confirmación de que, como solían decir en aquella época, se
debía a la “infamia de los traficantes”.
El muchacho era alfarero, trabajaba diario, ganaba 1.75 pesos al día y
se gastaba buena parte del sueldo en su dosis. Si no se inyectaba,
sentía que se le acalambraban los huesos. Todo había empezado apenas
unos meses antes.
—¡Mano, prueba de esto! ¡Ándale mano, se siente repiocha con esto! —le dijo un amigo del barrio al alfarerito.
—¿Qué es?
—Póntelo... verás que te digo la pura verdá...
Al principio se la dieron gratis, ya luego cuando la necesitaba
empezaron a cobrar. Miguel Gil se turbó con la historia. Las preguntas
se agolpaban en su cerebro de reportero, pero el doctor Martínez estaba
tan ocupado que no podía atenderlo. Habían otros tres periodistas y los
pacientes se arremolinaban.
La explicación médica
Miguel Gil suplicó al doctor José Quevedo que lo
atendiera. Se sentía intrigado por su aspecto: era alto, fornido, frente
abultada, ojos oscuros e inquietos, “brillaba en ellos la
inteligencia”. El joven médico pidió que lo siguiera a su despacho. Ahí
inició una larga y clarísima exposición de los razonamientos detrás de
las nuevas leyes:
“La situación brevemente dicha es ésta: hemos llegado al
convencimiento de que para que el toxicómano pueda cumplir con minimum
insignificante de sus obligaciones vitales necesita del uso de la
droga... Esta es la única forma de conseguir su felicidad. Si se le
priva de ella, es decir, si se le prohíbe usarla tiene que hacer mayor
esfuerzo para adquirirla por lo que resulta mayormente explotado... “La
idea generalmente admitida por nosotros es que el toxicómano es producto
de la organización capitalista en que vivimos, y conste que no soy
comunista...
“Es un mal social necesario y la única manera de asimilarlo a la
sociedad en que tiene derecho a vivir, es colocarlo dentro de un régimen
de legalidad... ” Y así siguió Quevedo con su explicación, basada en 10 años de estudios sobre el tema.
Además, los toxicómanos evitarían “la doble explotación del
traficante y del policía”. Al romper el encanto de la prohibición se
iría disminuyendo el consumo y, sobre todo, el tráfico ilegal de drogas
en todo el país.
Así quebrantarían el poder de traficantes como Lola la Chata, quien
despertaba especial tirria entre los médicos. Era la principal
distribuidora de heroína, cocaína y mariguana de la ciudad de México. Todo mundo sabía que llevaba años en el negocio que le enseñó su madre en La Merced.
El papel de EU
Cuando las drogas fueron legales en México, los traficantes como Lola
andaban que no los calentaba ni el sol. Los medios de comunicación
celebraron la iniciativa en editoriales entusiastas por la vanguardista
política, como el del 23 de marzo de EL UNIVERSAL.
Por esas mismas fechas, Estados Unidos suspendió la exportación de
drogas para fines médicos a México. Las malas noticias llegaron hasta el
Presidente en telegrama. El gobierno entabló conversaciones
diplomáticas pero las autoridades de EU se mostraron intransigentes. El 7
de junio de 1940, Lázaro Cárdenas suspendió el Reglamento. El Diario
Oficial del 3 de julio decía: “con motivo de la guerra actual se ha
dificultado grandemente la adquisición de... drogas, ya que de los
laboratorios de los países europeos es de donde directa o indirectamente
se ha venido abasteciendo el Departamento” de Salubridad Pública, por
lo que “mientras dure la guerra europea, el expresado Departamento se
encuentra con la imposibilidad de poder cumplir con el reglamento de que
se trata.”
Ya después a nadie le importó seguir golpeando el negocio de Lola,
cuando lo fundamental era conseguir medicinas gringas porque, por la
Segunda Guerra Mundial, el abasto proveniente de farmacéuticas alemanas
se había dificultado.
Los médicos que trabajaron en dispensarios se regresaron a sus
labores cotidianas. Los viciosos escribieron cartas desde las cárceles
para que el Presidente se compadeciera. Qué le costaba mandarles sus
dosis a los que estaban en el padrón. Todo fue inútil.
Lola pudo mantener sus negocios, y en el Departamento de Salud
empezaron a mostrarse más abiertos a operativos policíacos agresivos.
Fue aprehendida ocho veces entre 1934 y 1945. A pesar de la ayuda de los
estadounidenses en el juego policiaco, siguió haciendo negocios al
igual que sus hijas durante décadas.
Los médicos resistieron el embate de la visión policiaca hasta 1947,
cuando se dejó de hablar de la toxicomanía en México. Y luego vino el
reino de la PGR , con una visión diferente sobre el tema de la
fármacodependencia y el narcotráfico.
* Froylán Enciso es internacionalista por el
Colegio de México e historiador por la Universidad Estatal de Nueva
York. Una primera versión de este texto fue publicada el 22 de
septiembre de 2011 en el blog del autor, en la página web del proyecto
Nuestra Aparente Rendición. (Tomado de El Universal de México).
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