La terrible historia de las
Vaginas traficantes de heroína
Diez4.com/ Jorge Damián Méndez Lozano
México, México. 15 de octubre de 2012.-
A Yadira le metieron un bulto de droga en la vagina: la raptaron, la
sedaron durante algunos días y una mañana despertó con medio kilo de
heroína en su vagina.
Todo comenzó con una invitación de su
comadre a parrandear tres días en Sinaloa. Tremendo engaño porque en vez
de fiesta hubo fisting.
Hoy, a sus 30 años sentada en la prisión
de Mexicali, Yadira Isabel González Márquez, dice no saber qué hará al
cumplir su sentencia de diez años y cien días –lleva dos como reclusa–.
En la plática sólo algo tiene claro: su marido no volverá a hablar.
¿Usaba drogas allá en el valle? ¿A qué le pone la raza del ejido?
–Yo no sé de drogas. No sé nada de
cocaína, ni de marihuana y tomo sólo en navidad. No sé de soldados,
nomás conozco a los que hay en el Valle de Mexicali, en los retenes y
eso porque los veía en la carretera.
Tampoco sé de policías, nomás de los que
están aquí cuidándonos. Me gustan los corridos, la música de banda.
Nunca he usado un arma, las que he visto son las que aquí traen los
celadores y una que tenía el señor que me tuvo secuestrada. Tengo
treinta años. Catorce hermanos. Siete muertos y siete vivos. Mi mamá ya
murió, ella era de Guadalajara. A mi papá no lo conocí, pero sé que
había nacido en Culiacán.
Nunca entré a la secundaria. A lo más
que llegué fue a cuarto de primaria. Mexicali lo conozco poco, casi
nunca venía del valle para acá iba. Yadira es del Valle de Mexicali. Su
último día de libertad lo pasó en su casa, allá en el poblado Luís B.
Sánchez, que está dividido del kilómetro 57 sólo por las vías del tren.
Se puede decir que Yadira vivía en Sonora y Baja California, al mismo
tiempo. Aquella tarde de lunes, Yadira estaba sola en su casa porque no
había ido a trabajar a la empacadora de cebollas y rábanos.
Los días no eran buenos en la cosecha,
así que no había trabajo constante. Sus dos hijos más grandes estaban en
la primaria y secundaria, mientras el menor estaba en casa de la
abuela. –Entonces estoy en mi casa esa mañana cuando llega mi comadre y
me invita a una fiesta, en Culiacán, Sinaloa.
Ese día no había ido a trabajar porque
le había andado ayudando a mi hermana con las compras de la quinceañera
de mi sobrina en San Luís Río Colorado. Iba llegando de las compras
cuando llega mi comadre y me dice: Vámonos a Culiacán, vamos a una
fiesta, regresamos en tres días, y digo que sí, y me voy. Primero
llegamos a Mexicali para agarrar el autobús en la central. Se suponía
que nos iríamos mi comadre, una vecina y yo; al final no vino mi comadre
con nosotras pero sí su hija y su amiga. Llegamos a la terminal de
Culiacán al otro día, martes. Y ahí nos levantó un señor.
Nos llevó a un departamento. «La heroína
parece como plastilina café. Los que sí es que no recuerdo nada, sólo
cuando desperté ya tenía la droga metida en la vagina, entre las
piernas». Llegamos y no vi nada de fiesta y se me hizo raro. No habían
pasado ni veinte minutos, mientras estábamos sentadas en la sala cuando
nos dicen: No habrá fiesta, de aquí no se irán, de aquí no se moverán
hasta cuando se los indiquemos, no traten de escaparse ni de hacer nada.
A mi amiga Felícitas la metieron a un cuarto y a mí a otro. Entre dos
mujeres que estaban ahí me agarraron de los brazos mientras el señor me
inyectaba algo.
Estuve encerrada y casi siempre estuve
dormida por esa sustancia que me inyectaron. Aparte, si hubiera querido
escapar hubiera sido imposible porque la casa tenía rejas por dentro y
ventana por fuera, y luego las puertas no tenían chapa sino que se
cerraban con candado por fuera. La hija de mi comadre ya sabía de todo,
por eso a ella sí la dejaban salir, de eso me di cuenta. Es mi comadre
porque su esposo bautizó a uno de mis hijos.
Mi compadre ya murió, él trabajaba en el
otro lado [Estados Unidos] en el campo. De mi comadre no he vuelto a
saber nada. Me han dicho que vive en Mexicali con sus hijos, pero no
tengo idea en dónde. De verdad que yo no sabía nada. Sí se me hizo
sospechoso que me invitaran a una fiesta en Culiacán, pero como era mi
comadre no desconfié.
Me dice que nunca pensó que le pasaría
nada. ¿Cómo sospechar de la señora que le bautizó a sus hijos ante la
iglesia católica? Frunce el ceño y agrega con voz desgarrada: Me
arrepiento de ese día.
En esa casa donde me tuvieron encerrada,
duré como dos o tres días. Siempre toda mareada y sin comer. El día que
nos sentimos mejor, yo creo que nos habían dejado de inyectar, y ya
tenían dos boletos de avión listos para nosotras.
Nunca me he había subido a un avión. Ni
siquiera los conocía de cerca. En el valle puras avionetas es lo que se
ve en el cielo. De esas avionetas que usan para fumigar. Tampoco había
estado en una cárcel, no me imaginaba como sería, y la verdad no se
parece a como yo lo imaginaba. Hasta eso que es tranquilo.
La heroína parece como plastilina café.
Los que sí es que no recuerdo nada, sólo cuando desperté ya tenía la
droga metida en la vagina, entre las piernas. El señor ese que me
inyectaba y que le decían Chuy fue el que hizo todo. Ni siquiera pude
decir algo. Luego luego me amenazaron diciéndome que sabía de mi
domicilio y que si decía algo le harían algo a mis hijos, o tratabamos
de escapar en el aeropuerto.
En el avión comencé a sentirme como
desmayada. Le dije a la muchacha del avión cómo me sentía pero no le
dije porqué. Aún así me dio una pastilla para el dolor que era
insoportable. Yo no sabía ni que era lo que tenía porque me lo
introdujeron mientras estaba inconsciente. Medio kilo cada una dentro
del cuerpo. Por eso nos veníamos sintiendo tan mal, bueno, por eso y por
las inyecciones que nos estuvieron poniendo. Llegando al aeropuerto de
Mexicali, nos seguíamos sintiendo mal, por eso cuando nos preguntaron
que si traíamos droga, nosotras mismas dijimos que algo traíamos dentro
de nosotras pero no sabia qué era. O sea, nosotras entregamos todo. –
¿Quiénes les sacaron la droga del cuerpo, los mismos federales? –
Fue el doctor del aeropuerto, y nos dijo
que se habían apiadado de nosotras. Se habían apiadados de nosotras
porque a pesar de que nos desgarraron por dentro, no era tanta droga,
hubieran podido meter más. De algo estoy segura.
Mi esposo ya no me hablará nunca. Ya se
fue para Tijuana y se llevó a mi hijo más chico, a mi hijo que dejé de
ver a los trece años, si lo vuelvo a ver será hasta que el tenga
veintitrés, pero sobre todo, soy inocente, y me pongo a pensar, qué
pasaría si hubiera logrado salir del aeropuerto sin dolor, yo creo que
no me hubieran dado ni un peso por el transporte, de eso estoy segura.
Cuando salga de aquí no sé que haré.
Mi casa se cayó en el terremoto del
2010, por eso cuando pasó todo yo vivía con mi mamá, pero murió y se
vendió la casa. Aquí adentro estoy terminando la primaria y después tal
vez la secundaria. Me gustaría, al salir, trabajar en una tienda de esa
en donde se acomodan cosas, como en un mercado o una tienda de ropa.
De haber podido estudiar más me hubiera
gustado ser enfermera. Ayer soñé que estaba en mi ejido junto a mi mamá
platicando y que me decía que me portara bien. Lo más difícil es
despedirme de mis hijas cuando vienen a visitarme. Cada que me vienen a
visitar se van de aquí llorando. Estoy sentenciada a diez años y cien
días y deberé pagar una multa de cinco mil pesos. Como no tendré dinero,
haré servicio social aquí dentro de la cárcel.
Según datos de la Dirección de Programas
de Reinserción Social del Sistema Estatal Penitenciario de Baja
California, los delitos federales más comúnes de las mujeres son contra
la salud (transportación y venta de drogas) y violación a la Ley de
armas y explosivos.
El machismo impera hasta en el crimen: 3
mil 60 hombres, contra 168 reclusas, lo ratifican. Para llegar a la
sala de audiencias donde entrevisto a Yadira y después a Bertha, el
director de la cárcel llamado por sus subalternos cero uno, me conduce
por un pasillo que está interrumpido por verticales, nostálgicas y
tristes rejas, una y otra vez hasta que llegamos al exterior de una
celda del tamaño de un salón de clases. «Aquí espérate», me pide, y eso
hago.
Dentro de la jaula se encuentran
esposados cincuenta hombres en una «rueda de San Miguel»; sujetos por la
muñeca al lado del otro del otro del otro del otro, hasta formar un
círculo de sentenciados o procesados. Y también hay algunas mujeres.
Ellas están recargadas en un muro color
plomo. Se hablan al oído, sonríen, se cuentan algún chiste, se
cuchichean y vuelven a reír. Son rubias. Desconozco el delito por el que
están aquí; se ve tan limpias, maquilladas, frescas y hermosas que
desentonan. «Aquí estamos muchas de nosotras por andar haciéndole caso o
por estar amenazadas por algún hombre, muchas de aquí estamos por amor,
por amor cometemos delitos», dice una. Pero hay mujeres como Yadira y
Bertha que no llegaron aquí por amor. Yadira ha puesto punto final a la
entrevista.
Entonces, como una señal de que cede la
voz narrativa, dirige su rostro hacia los ojos de Bertha, que ha
esperado su turno con altibajos de atención; seguro lo ha escuchado
antes. Mirar a Bertha es recordar a la actriz María Victoria. Oriunda
del estado de Guerrero, de 52 años de edad, cometió el mismo delito que
Yadira. –
¿Nos permite tomarle una fotografía? Si usted quiere de espalda para que no le salga la cara. –No me tomes foto.
Te cuento mi historia pero no me tomes
foto: en Guerrero me dedicaba a la evangelización cristiana. Un día me
dolió el estómago y no se me quitó el dolor en varios días. Una señora
de allá de mi pueblo, Tierra Caliente, me recomendó ponerme unas hierbas
sobre el estomago y lo hice.
Aparte, le platiqué que iba para Tijuana
y me dijo que me pusiera en el vientre unas plantitas que ella sabía
que eran muy buena para ese tipo de dolores. Así lo hice.
Me cubrí el estomago, parte de la
espalda de hierbas y dentro de mi partecita metí unas como placas color
café. Antes de venirme me dijo la señora que llegando a Tijuana tirara
lo que llevaba a la basura. Llegué hasta San Luís Río Colorado y en un
retén me detuvieron. Me revisaron y ahí fue cuando supe que aparte de
llevar plantas medicinales llevaba heroína. Ahora entiendo todo. En el
autobús iba un hombre que salió de Guerrero, junto conmigo, alguien que
veía todo lo que yo hacia. Seguramente ese hombre recogería de la basura
lo que yo iba a tirar. –
¿Le dieron dinero, o la menos le pagaron el pasaje? –pregunto tratando de encontrar alguna explicación, por absurda que ésta sea.
–No me pagarían nada. Ni siquiera me
pagaron el boleto del autobús, ese lo pagué yo porque ya lo tenía
comprado para visitar una iglesia en Tijuana, en donde haría servicio
religioso. –
Ahora tiene que pasar ocho años en prisión…
La conversación es interrumpida por el
silbato de la árbitro de un juego de voleyball que se realiza en uno de
los patios afuera de donde nos encontramos. Gritos, aplausos, voces
femeninas que se desgañitan.
Con cada grito se aseguran de seguir existiendo. Bertha rompe en
llanto, pide no continuar. Se pone de pie y se marcha a su celda. (Tomado de El Piñero). |
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