miércoles, 22 de febrero de 2012

Columna: CLAROSCUROS

Por José Luis Ortega Vidal

(1)

El Carnaval de Veracruz es el más alegre del mundo, dicen…

Y lo es.

No tengo la menor duda.

Lamentablemente, se ha convertido en el Carnaval más cercano al miedo…

No sé si la zozobra que prevalece en el maravilloso puerto posee algún récord mundial, pero eso es lo de menos.

El temor es el temor.

De esto, tampoco tengo duda alguna.

(2)

El domingo -último día de paseos del Carnaval en el primer municipio de la América continental fundado por Hernán Cortés- fui testigo de dos hechos lamentables.

El primero ocurrió en la esquina de la avenida Agustín Lara y el malecón porteño.

Una patrulla de la Secretaría de Marina con unos seis guardias enmascarados a bordo, se detuvo por unos minutos ante los gritos de un hombre.

Blanco, con apariencia de contar con más 30 años de edad, pelo lacio, color café y suelto, el individuo lloraba a grito abierto y pedía, imploraba que le permitieran comunicarse con su familia.

El conductor de la patrulla detuvo la unidad, se bajó y checó lo que ocurría.

Detrás suyo apareció un segundo marino vestido –igual que el conductor- con uniforme camuflado de manchas negras.

Junto a cuatro marinos armados y de pie se hallaban dos hombres tirados en la batea, ambos con las manos y pies amarrados con plásticos.

Los dos guardaban silencio y se mostraban bajo control propio y de los marinos.

El tercer detenido –en contraste- gritaba y gritaba mientras lloraba a lágrima abierta.

Usaba una camisa tipo polo y un pantalón casual.

La imagen que el tipo proyectaba –desde su apariencia física- era la de un burócrata.

Eran aproximadamente las 13:00 horas y el desfile matutino del Carnaval estaba en su apogeo.

De pronto, junto a las comparsas, la euforia popular y el cielo un poco nublado, aparecieron los golpes que lejos de apagar el llanto del desconocido lo incrementaron.

De pie a la mitad de la batea, el tipo recibió la orden de sentarse.

No obedeció y una patada en las pantorrillas refrendó la orden.

No fue suficiente.

Vino otra patada que tampoco alcanzó.

Un marino sacó algo de entre sus ropas y puyó al detenido cual res en embarcadero.

Los hombres que acarrean vacas utilizan unas varas eléctricas para hacer que caminen los animales “rebeldes”.

Aquí estábamos ante un ser humano lastimado por otros seres humanos y no veíamos la imagen –de por sí cruel- de un vaquero golpeando vacas.

¿Había motivo para su detención?

Quizá.

¿Los marinos, en defensa de la seguridad de los asistentes al Carnaval, habían detenido a un trío de delincuentes peligrosos?

Tal vez.

¿El hombre de los gritos, la angustia y el llanto implorando ver a su familia, es un violador de la Ley, amén de ser un consumado actor, experto en chillar a moco tendido delante de marinos firmes y puntuales en el cumplimiento de su deber?

Es probable.

Lo único cierto y atestiguado por decenas de familias carnavaleras es que sobrevino un puyazo, y luego otro y otro y a éstos se les sumó un gancho al hígado…

Era medio día, estábamos en una céntrica esquina del viejo Veracruz.

Niños, ancianos, amas de casa, padres de familia, comerciantes, éramos testigos perplejos de la escena.

Nadie insultó a los marinos.

Un tipo con rostro de terror nomás les pedía comunicarse con su familia.

Y fue el puño certero de un marino lo que aflojó el cuerpo del preso desobediente.

Para esto, un marino había ido a la cabina y volvía con dos plásticos.

En cosa de segundos el hombre que nunca dejó de llorar mientras pedía ver a su familia fue sometido.

Los rostros temerosos y las bocas silenciadas de los testigos de pronto fueron “atendidos”.

Uno de los marinos lanzó una mirada que repartió en un rápido movimiento de 180 grados.

A todos nos tocó un cachito de aquel vistazo que inspiraba miedo.

Su máscara negra, su estatura de por lo menos un metro con unos ochenta centímetros, el cuerpo corpulento se imponían por sí solos…

Nadie atinaba a decir nada.

Pero si no era suficiente con su obvio poder, el tipo tronó los dedos ante todos y fue enfático a dar la orden: “circulando, circulando…”

La patrulla de la Marina se marchó y uno de los muchos niños que vieron la escena preguntó:

- ¿Por qué papá…?

El padre apenas alcanzó a dar una respuesta semicoherente:

- “El señor estaba detenido, hijo, y le dieron la orden de que se sentara y no obedecía…”

Pero el niño fue más allá:

- ¿Por eso lo golpearon así?

El papá se marchó de inmediato con su familia, tomó de la mano al niño preguntón y se alejó al ritmo del resto de testigos…

Es decir, obedeciendo al marino corpulento, poderoso, de rostro oculto e imponente: todos circulamos…


(3)


¿Desobediente?

¿Rebelde?

Aquel hombre detenido, sobajado y golpeado por los marinos el domingo de Carnaval en Veracruz reflejaba miedo, mucho miedo.

Su llanto no parecía el de un actor.

Sus gritos no daban la impresión de querer retar a nadie, mucho menos a media docena de marinos que incluía a uno verdaderamente grande, fuerte y con mirada penetrante…

El detenido lucía aterrado, como quedamos todos frente a la demostración de poder infinito de aquella antítesis de Popeye…

(4)

Era apenas el Paseo de la mañana.

Aún faltaba el de la tarde-noche…

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