El plantón de los exbraceros en la Casa Blanca.
Foto: Miguel Dimayuga
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MÉXICO, DF (apro).- “¡Ya llegaron los discos, éntrenle!”, anuncia un hombre refiriéndose a que ya hay tortillas calientes para echar el taco. Son las 15:30 horas y afuera de la llamada “Casa Blanca” del presidente Enrique Peña Nieto se preparan para comer unos 30 exbraceros y sus familiares que desde el pasado domingo se instalaron en plantón permanente frente a la puerta de la millonaria mansión.
“Venimos a la casa del presidente a ver si le da vergüenza vernos aquí y ya nos da nuestro dinero”, dice María de los Ángeles García. “No le pedimos limosna, es el dinero que nuestros braceros trabajaron hace muchos años”, agrega Natalia González.
Frente al número 150 de la calle Sierra Gorda, colonia Lomas de Chapultepec, esposas, hijas, nietos y los mismos exbraceros saborean el caldo de pollo que hoy tienen la suerte de comer, mientras ven pasar los autos de lujo, los autobuses escolares y las patrullas una y otra vez, mientras se ahonda la diferencia entre los que tienen de sobra y los que no tienen prácticamente nada.
“Mire la casota que se mandó a hacer este señor, todos los viajes que hace con la Gaviota y uno a veces no tiene ni para los frijoles. Eso no se vale”, comenta otra mujer entre las casas de campaña, colchonetas, cobijas, techos de hule, bancos de plástico y la esperanza de que esta vez reciban respuesta positiva a sus demandas.
Dos niños juegan en la banqueta mientras escuchan las reflexiones de los grandes sobre las injusticias del gobierno mexicano. Una mujer lava en cubetas los platos de plástico que se usaron en la comida. Otra recoge los trastos de la cocina improvisada –con todo y tanque de gas– que instalaron junto a un árbol y la puerta principal de la mansión.
Las demandas
Originarios de Zacatecas, Jalisco, Hidalgo, Michoacán, Durango, Aguascalientes, San Luis Potosí, Chihuahua, Oaxaca y Querétaro, los exbraceros y familiares de los que ya murieron están ahí para exigir a los poderes Ejecutivo y Legislativo la asignación de mil 523 millones de pesos para el “apoyo social” que años atrás le prometieron a 40 mil 87 extrabajadores que participaron en el Programa Bracero en el siglo pasado.
Jesús Muñoz, presidente de la Asociación Civil de Exbraceros, explica en entrevista que esa cantidad es apenas uno de los acuerdos a los que, por decreto, se comprometió el gobierno federal, pero a la fecha no se ha cumplido.
Una segunda exigencia en agenda es la elaboración de un “verdadero programa de pago” de la “deuda histórica” que el gobierno mexicano tiene con los que en su juventud se fueron a trabajar a los campos de Estados Unidos. “Somos 240 mil los afectados a los que nos retiraron el 10% de las ganancias de nuestro trabajo y a más de medio siglo no nos lo quieren dar”, asegura Muñoz Ávalos.
Como tercera demanda, exigen que se abra un nuevo padrón para incorporar a todos los extrabajadores que no se inscribieron en el programa debido, dice, a que no hubo la suficiente difusión; “lo hicieron secretamente”.
Además, solicitan la reinstalación de la comisión especial en el Congreso de la Unión para dar seguimiento al caso ya que ésta funcionó en los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón, “pero en el de Peña Nieto desapareció y no ha aprobado ni un pago a pesar de que está en la llamada Ley 10320.
Peor aún, agrega el líder de los manifestantes, el marzo de 2014 el Poder Judicial emitió una sentencia ejecutoria a favor de exbraceros de Aguascalientes, Zacatecas y Jalisco para que les pagaran su deuda, pero hasta ahora no han recibido un solo peso.
“Venimos a manifestarnos aquí a la ‘Casa Blanca’ porque es el símbolo de la corrupción, para que vea el mundo entero cómo el gobierno no quiere pagarnos”, asegura Jesús Muñoz.
La demanda es, explica, tener una reunión directa con el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, “si no, no nos vamos a retirar. Ya nos cansamos de que los del Fideicomiso nos manden a sus gatos a negociar sin resultados”.
Y advierte: “Vamos a ir a poner nuestra queja en la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y cuando venga el Papa (Francisco) a México le vamos a pedir que nos ayude”.
En la cosecha de naranja y fresa
A sus 19 años, Simón Velásquez, originario de Trancoso, Zacatecas, consiguió el permiso para irse de bracero a trabajar a los campos de Estados Unidos. Era 1964.
Era el mayor de 12 hermanos y el primero que aprendió a arar la tierra. Por ello, le tocaba irse a la aventura. Así aguantó revisiones físicas –hasta de su pene y sus testículos– para comprobar que no tenía ninguna enfermedad y estaba sano para ir a trabajar. “Eran vejaciones, pero la necesidad nos hacía aguantar eso y más”, recuerda.
La primera vez estuvo en Anaheim, condado de Orange, California. Trabajó en la pisca de naranja durante cuatro meses y medio –tres contratos de 45 días cada uno–. Le pagaban 25 centavos de dólar por caja llena; al día lograba entre 80 y 90. Al final de la semana recibía su cheque demoney order lo depositaba para enviarlo a su familia en México.
Al poco tiempo de regresar a su tierra, se volvió a enlistar. Era 1967 y en el sorteo le tocó ir a San Luis Obispo, también en California, donde se quedó a trabajar otros cinco meses.
“Nos tocaba comer y quedarnos en las barracas, entre cinco y seis personas. Después de trabajar no salíamos, nos quedábamos a escuchar radio o ver televisión”, cuenta.
De regreso a México y con la promesa de recibir el dinero que el gobierno mexicano les había prometido para entrar al programa bracero, comenzó a trabajar como chofer de transporte de carga. Ahora dos de sus tres hijos viven en Texas, a donde se fueron de “mojados” hace dos décadas. Él tiene visa estadunidense y de vez en cuando le mandan dinero para que vaya a visitarlos.
Pero, a 50 años de aquellas jornadas laborales, ya con un aparato auditivo, diabetes, vista cansada y paso lento, Simón sigue en pie, esta vez en el plantón frente a la “Casa Blanca” de Peña Nieto para exigir el pago justo por su trabajo.
Hijas y viudas, la misma lucha
María de los Ángeles García tiene 74 años y un encargo que su esposo le dejó hace un lustro, antes de morir. A Mariano Arellano le dio una embolia, pero aún con eso estaba en la lucha junto a sus compañeros braceros para exigir lo que les ofreció el gobierno mexicano.
Ambos nacieron en San Pedro de la Sierra, Zacatecas. Ahí se conocieron poco antes de que él se fuera a Calexico, California, a la pizca de betabel, algodón y tomate. Tenía entonces 18 años. Durante el tiempo que trabajó envió dinero con el que se pudo construir una casa para sus padres y hermanos.
Al regresar, se casó con María de los Ángeles y desde entonces compartieron la lucha. “Llevábamos cinco años de lucha y cinco yo sola desde que mi ‘trabadillo’ se murió, pero aquí estoy para exigir lo que le toca a mi esposo”, dice.
Mientras la mujer platica, el vecino de la izquierda de la “Casa Blanca” sale a pie y, acompañado de su guardia de seguridad, le dice con amabilidad a los del plantón:
“Oigan, por favor, yo entiendo su lucha y más porque es la casa de este… pero por favor, liberen el espacio de mi fachada, ¿si? Se los pido de buena manera. Muchas gracias”.
A sus 80 años, sentada con los pies tapados con su chal, Natalia González, participa en el plantón de exbraceros para exigir el pago por el trabajo que hizo su padre Candelario González en 1946.
Originario de San Mateo Valparaíso, Zacatecas, él se fue 11 meses a trabajar en la pizca de naranja en California. Pero en un día de labor, se cayó de una escalera y se lastimó. Tuvo que ser sometido a una cirugía y ya no pudo trabajar.
Cuatro años más tarde, en 1950 se enroló de nuevo en el sorteo del Programa Bracero y le tocó ir a Texas, a trabajar en el corte de algodón y betabel, así como en actividades de riego. “Me contaba que tenía que trabajar con el agua hasta las rodillas y años después por eso le dolían las piernas, de las reumas”.
Como muchos exbraceros, Candelario murió sin ver materializada la exigencia de recibir el pago total por sus jornadas de trabajo duro en los campos estadunidenses. Uno de sus hijos se unió al movimiento de exbraceros, pero al poco tiempo murió.
Hoy, con el tiempo arrugado en su rostro y sus ojos llorosos, Natalia hace esfuerzos por seguir en el plantón: duerme en una colchoneta, con frío y, como todos los participantes, tiene que buscar dónde hacer sus necesidades fisiológicas.
Y es que, –a diferencia de las otras veces que han estado en plantón en el Monumento a la Revolución– ahora el Gobierno del Distrito Federal no les ha llevado baños portátiles a la colonia Lomas de Chapultepec. Peor aún, en ningún Oxxo los dejan pasar al baño “ni aunque les paguemos nos dejan entrar”. A las mansiones, ni hablar.
Así, entre pláticas y canciones de sus pueblos, los exbraceros ven pasar el tiempo en el plantón frente a la “Casa Blanca” de Peña Nieto. De pronto, se escucha un claxon insistente. Una mujer con gafas oscuras y al volante de una camioneta con vidrios polarizados sale de la cochera de su mansión, baja la ventanilla del copiloto y le grita a uno de los exbraceros sentado en la orilla de la banqueta: “¡Cuidado señor, no lo vaya a atropellar y luego qué hacemos!”
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