jueves, 29 de octubre de 2015

Alfonso Trejo. . . no hay teléfono en el cielo


Déjame que te cuente…

Por Sergio M. Trejo González

Este 30 de octubre, cumpliría 60 años de vida mi querido hermano Alfonso, quien partiera de este mundo un 13 de enero del año 2007… desde aquella madrugada fría de un sábado terrible… El tiempo es así, transcurre despacito para los que esperan, resulta demasiado rápido para aquellos que temen; es demasiado corto para aquellos que celebran, pero demasiado luengo para aquellos que no sabemos olvidar.
Recordamos todos aquellos días como hoy, 30 de octubre, cuando celebrábamos su aniversario entre risas, canciones, poemas, anécdotas y desmadre. Charlas cargadas de entusiasmo y reiterados brindis por el placer de reunirnos. Eso era suficiente para significar que estábamos complacidos con esta vida, hasta que Alfonso dejó de sernos tangible. Se fue a la dimensión desconocida, al espacio, al punto neutro, al vuelo cósmico, al sueño, al regazo donde descansa la utopía. A ese cielo a donde van las almas.
Celebramos ahora el cumpleaños de Alfonso de manera diferente, en ocasiones acompañados por amigos que comprenden esta circunstancia o en el silencio de un brindis reservado y taciturno que a manera de homenaje sirva para consuelo del espíritu que se rebela a esta realidad; porque quienes creemos en cosas abstractas, oníricas y cuánticas, mi hermano continúa vivo. Lo presentimos en el aire, lo escuchamos en el retiro, lo percibimos en nuestra entelequia. Aquí continúa con imágenes de la simbiosis fraternal en esos lugares que recorrimos, cuando rodábamos alquilando vivienda, por la calle Allende, luego por La Peña, hasta llegar a la Guillermo Prieto, en el barrio de Cruz Verde, donde tuvimos un hogar en todos los sentidos.
Alfonso era chingón para todo. Un artesano para la elaboración de artefactos. Un maestro en la competencia. Así creció y así vivió, diestro y práctico. De niño fabricaba pandorgas y manejaba con maestría el trompo, los baleros, y las canicas; de adolescente maniobraba con habilidad la baraja, el dominó y el cubilete, lo mismo que el taco de billar; de adulto conducía camiones de pasaje y administraba sus ganancias de manera asombrosa. Tanto en los juegos como en los negocios sabía llevar bien sus cuentas. Su vida fue de ministerios limpios y lícitos que despertaban admiración y respeto, envidias y rivalidades. Muchos de nuestros conocidos abusaron de su confianza, todavía me acuerdo del nombre de aquellos que nunca cumplieron su parte del alquiler de vehículos, de venta de terrenos y de préstamos. Ahí andan, arrastrando su vida. “Para eso sirven”, diría mi hermano. Recuerdo las cantidades y las condiciones con las que huyeron prácticamente todos esos sinvergüenzas. Los he mirado regresar ahora, peor de cómo salieron. Saludo, también, por ahí a sus verdaderos amigos, algunos lo recuerdan de cuando se les desbielaba un motor, cuando necesitaban un diferencial o no encontraban un engrane, un cigüeñal o una llanta. Era, Alfonso, una especie de proveedor de refacciones y piezas para damnificados del negocio de transporte.

Tantos detalles que van aconteciendo en esta temporada de ausencia de mi hermano. Tantas pinceladas de la naturaleza humana, lo increíble se hace realidad y la realidad resulta increíble, tanto que a veces la percepción del mundo satura nuestro estoicismo. La memoria no alcanza, se rebasa con el pensamiento cualquier distancia y se carece del tiempo; porque la nostalgia nos lleva a vivir en el pasado, en esa especie de múltiples presentes eternos que a manera de espejos confunden el hoy con los ayeres. Quiera uno que los sueños, donde aparecen quienes ya no están, fueran la realidad o que todo el escenario existente se conservara inalterable, pero la estática no funciona en todas las cosas y menos en las personas. Aquí todo pasa, todo se transforma; sin embargo algo que guardo de mi hermano, es una cifra. Conservo todavía ese 9242461179, el número de su celular permanece en mi aparato citológico: He cambiado el modelo pero continúo conservando el chip donde permanecen esos dígitos, no quiero eliminarlos. Quizá cuando Dios se acuerde, si es su voluntad, permita a mi querido hermano, por esa misma línea, comunicarme que ya… Que deje a un lado mis endechas tristes para que le vaya a recitar otra vez algún verso de aquellos. Como ese que  nos dejara don Rodrigo Gutiérrez Castellanos. Me encontré por ahí ciertas décimas que me atrevo a modificar. Tú sabes hermano, me gusta hacer lo que me gusta de manera propia, íntima. Lo aprendí y quiero parafrasear algunas en tu cumpleaños, este 30 de octubre, a tu memoria: … Señor, hoy por la mañana, el celular levanté, una llamada intenté, con pretensiones muy sanas. De escuchar tenía yo ganas, a mi hermano con anhelo. Más, para mi desconsuelo, como si fuera monserga una voz me dijo: “Cuelga, no hay teléfono en el cielo”. Aun así seguí insistiendo, no me quería yo rendir, deseaba a mi hermano oír, quería escucharlo sonriendo. Pensar que estaría sufriendo, me llenaba de recelo, quería tener el consuelo de oír de nuevo voz, pero solo se escuchó: “No hay teléfono en el cielo”. Nunca logré mi llamado, me pase todito el día pensando que escucharía, la voz de mi hermano amado. Bastante desconsolado, del mismo Dios sentí celo, se lo llevó de este suelo para tenerlo en su vera, y aunque llamarlo quisiera, no hay teléfono en el cielo. Vivir en esa ilusión o insistir en esa vía, todo es pura fantasía si no hay comunicación, por llevarle una oración, quisiera elevar mi vuelo, y a quien lo llevó le ruego que lo tome de su mano, ya que llamarlo es en vano… No hay teléfono en el cielo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario